
Con el otoño llega el tiempo de las granadas, esa fruta redonda repleta de membranas y granos rojos, de corteza dura color tierra rosada, que crece en el Mediterráneo y sabe a él. Pequeñas piedras preciosas resistiendo abrazadas, pocas frutas resultan tan bonitas. Quizás por eso da nombre a un color, a una ciudad preciosa a la que siempre quieres volver, e incluso a un país levantado en una isla caribeña.
De temporada corta, apenas tiene ocasión la pobre, de resultar pesada. Dicen que es la fruta saludable por excelencia, aunque sospecho que su consumo no es demasiado popular. Tiene en contra lo trabajoso que resulta desgranarla; si no consumimos mandarinas porque hay que pelarlas ¿cómo vamos a comer granadas?
Dicen que si cortas una granada por la mitad, en dos casquetes, (como si fuera el globo del mundo), y le das unos golpes en la parte superior, donde vendrían a quedar los polos, los granos se desprenden fácilmente y sin más trabajo. Siento decir que la formula no siempre funciona, de hecho, nunca me ha funcionado.
Como la magdalena de Proust, las granadas tienen la virtud de evocarnos a las madres, la niñez, los espacios donde las hemos visto colgar en su árbol, las tapias a las que se asoman provocadoras; nos evocan los momentos y todas las manos que acariciaron delicadamente sus granos rojos para nosotros. Con permiso de la cereza, no se me ocurre otra fruta más evocadora.
Desgranar una granada requiere de limpieza, de paciencia, de generosidad. No conozco otra fruta que precise de más cariño para ser comida. Si tienes alguien que pele las granadas para ti, no dudes que alguien te quiere, ¡y no poco! Otoño, ¡tiempo de granadas!
Foto: granado en el «caminet de Cabanyes», Castalla 10-10-2020
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