CHOCOLATE Y PAN

Lola asomó a la cocina, miró silenciosa a sus padres y ahogó el llanto que le aprisionaba la garganta, Blas le tenía prohibido llorar en su presencia.  Vestía la ropa de los domingos, sus únicos zapatos, y los calcetines blancos de ganchillo que guardaba para las ocasiones. De las coletas que caían sobre sus hombros, colgaban dos lazos rosas.  Xiqueta, cuando te agarre la pena, ponte guapa y sonríe –le había dicho la tía Carmeta al regalárselos. Lola, supo que era el mejor día para estrenarlos. 

– No se te ocurra llorar -fue la despedida de su padre, mientras se echaba la navaja al bolsillo  sacudiéndose las cuatro migas que le habían quedado en el pantalón.  Sin mirarla, sin acercarse a ella, hosco como el terruño que destripaba. 

La madre guardaba silencio ovillada junto a la lumbre, con los ojos perdidos.  Lola la arrulló, palpándole la espalda, acariciándole la cara con sus mejillas, susurrándole “mare, mare”, aspirando el olor de su piel para llevárselo grabado. Hubiera deseado ser ella la que recibiera las caricias, como hacían sus amigas, quedarse junto a su madre para siempre.  Afuera esperaba el coche que enviaban a recogerla. 

Pegó la mejilla y las puntas de los dedos a la ventanilla del ruidoso vehículo, necesitaba atrapar algo del calor que desprendía el cristal, no conseguía quitarse el frio del cuerpo. Adolfo, el chófer, la miraba por el retrovisor y le sonreía cuando sospechaba la mirada de la niña.  Aquí si puedes llorar, llora todo lo que necesites, hubiera querido decirle a la pequeña. 

Cama, comida, vestido, educación cristiana, trato familiar, una paga semanal, y llevarla al pueblo una vez al mes y en verano para las fiestas, hasta que cumpla los doce años. Después pasará al servicio de la casa. Hasta entonces su misión será jugar y hacer compañía a la única niña de la familia. Este fue el acuerdo que cerró Don Mariano el párroco, con los Jordá, y que Blas aceptó satisfecho, pensando únicamente en el ingreso que podía recibir y el pan que ahorraba. 

– ¿Estás de acuerdo?, preguntó don Mariano. Lola asintió con un movimiento de cabeza, mientras la boca se le llenaba del sabor amargo de las almendras. Las lágrimas siempre le sabían amargas, por mucho que las demás dijeran que sabían a sal.  

– ¿Hacia el mar o hacia la montaña? -fue lo único que preguntó, echando mano de las únicas referencias geográficas que conocía. 

Apenas una hora en coche separa los dos pueblos.  Uno se protege del mar rodeado de almendros, carrascas y sierra, aburrido de hambre de secano; el otro mira a la montaña, altiva y verde y empieza a oler a fábrica, pese a la resistencia de los terratenientes, todavía firmes en la tierra que enraizaba sus privilegios.

– Buenos días preciosa, bienvenida a casa -un señor alto, guapo y muy elegante le tendió la mano, tomó la suya, la volteó y la acercó a sus labios, apenas sin rozarla, como le habían contado que besaban los príncipes a las princesas, pensó ella. 

            – Buenos días, don Paco, para servirle a Dios y a usted –Repitió azorada y de corridas la frase que le había enseñado la tía, insistiéndole en la importancia de esas palabras para parecer una niña bien educada y caer bien en todos lados. 

Del fondo de la entrada del caserón, salió de estampida una niña rubia, pequeña, que sin mediar palabra, saltó sobre ella enganchándola en un abrazo, en el que Lola pensó que acabaría ahogada.  

– Buenos días soy Rita –sin dejarla salir de su asombro, ni dejar que acabara de recolocarse la ropa, la agarró del brazo y la arrastró por aquella casa inmensa, hasta llegar a la cocina. 

– ¡Rosa, Rosa! Lola, ya ha llegado, ya está aquí, mira…

Los gritos de Rita, que parecía exagerada para todo, hicieron volverse a la mujer que trajinaba en los fogones, como si danzara en una pista de baile, a pesar de su corpachón. Sonriendo, le dedicó a Lola una pequeña inclinación en señal de saludo y levantó las manos que llevaba llenas de la pasta clara que estaba amasando en la artesa. Lola descubrió la cara más jovial y los ojos más bonitos que había visto nunca. Y sintió calor, por primera vez en el día.

Aspiró el olor de aquella cocina, olía a pastas, a guiso, a jabón. Olía a Rosa. 

– Venga a almorzar, vendrás con hambre del viaje ¿no? –la mujer les sirvió un tazón de chocolate y unas rebanadas de pan, y siguió a sus guisos. 

Las niñas se enfrascaron en la tarea de acabar el almuerzo sin abrasarse la boca, tanteándose y relamiendo el espeso líquido. Lola, espabilada como la primera, descubrió ese día que la felicidad sabía a pan con chocolate. 

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