
Como pequeñas perlas solitarias, en cada encuentro familiar, van despertando las palabras que forman parte de la vivencia y la memoria familiar, aunque pasen tanto tiempo dormidas, esperando su rescate. Palabras que el tiempo y el poco uso han difuminado, pero no consiguen borrar su huella. Son el rastro que aparece de repente para que no olvidemos nuestras raíces; para que como en el cuento, siguiendo las miguitas que antes hemos dejado podamos regresar.
En casa usaban las palabras popá (popada)/popao (popado) para referirse a alguien, con independencia de si era mayor o menor, con exceso de mimo (mimado), al consentido, al blando, al malcriado, al que buscaba el regaño o la excesiva caricia.
Llevaba implícito el palabro su buena dosis de reproche y de menosprecio ante el exceso consentido y el defecto de haberse dejado querer demasiado. No estaban los tiempos para blanduras y consentimientos, y las mismas palabras se encargaban de recordarlo.
Tras una caricia, una queja, un capricho consentido, un llanto, se escondía el peligro de que te llamaran popá.
El diccionario de la RAE, recoge que la palabra “popar” procede del latín palpare “acariciar, halagar”, y aporta tres acepciones:
- Despreciar o tener en poco a alguien.
- Acariciar o halagar.
- Tratar con blandura y cuidado, mimar.
Llego a la conclusión de que cuando recibíamos o lanzábamos la palabreja, estaba cargada con los tres significados: nada positivo.
No he encontrado en las redes otros usos del término, ni referencias interesantes, más allá de un twit de una periodista y/o “influencer” en el que declara haber descubierto el verbo popar a la misma vez que su “moribundidez”.
Y al hilo del palabro que acabo de dar a luz, (“moribundidez”), caigo en la cuenta que además del verbo (popar) y del adjetivo (popada), también conjugábamos el sustantivo: “popamiento”.
Dados los tiempos que corren, no nos viene mal el palabro, ¡Vaya popamiento tenemos!
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