
Un día al año, el de todos los santos, (y el de las únicas flores), acudían al cementerio siguiendo el viejo ritual impuesto en la familia. Las dos visitaban la lápida de la que fue su madre. Lo hacían con la esperanza de no llegar a encontrarse en tan incómoda visita, cosa que habían conseguido por gracia divina durante los últimos veinte años.
Nada que celebrar: la matriarca podía haberlo sido todo menos santa, todo menos espíritu paciente que espera en su última morada, la resurrección de todos los santos.
Las dos acudían a asegurarse de que el despojo seguía allí; a comprobar que la lápida, pesada y cochambrosa, mantenía cegado el único hueco por el que la muerta podría haber salido.
Las dos hijas, aun sin hablarse, compartían la convicción de que si alguna vez la difunta tuvo alma, estaría tan roída como ella, incapaz de elevarse a ningún cielo, por rastrero que este fuera.
Una y otra consideraban un desperdicio seguir manteniendo ocupado el nicho, por cutre que fuera ¿quién podría querer ese montón de huesos?
Festividad de los Fieles Difuntos. 2-11-2020
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