PADRE CON HIJO

Mañana en el Hospital La Fe. Prueba que requiere de algunas horas: inyección, espera, máquina, espera, máquina de nuevo, calle.  

La inmensa boca del hospital es un hormiguero incansable. Pasos, almas y batas van y vienen; circulan en todas direcciones, atraviesan el imponente armazón blanco, buscan su cauce. Un run-run parásito e invisible amortigua el ruido. La espera se convierte en teatro, en escenas, en historias, reales o inventadas.  

En perpendicular a las pantallas que anuncian turnos para el mostrador, a continuación del banco gris, una silla de ruedas sostiene a un anciano de cabeza blanca y atuendo gris. A su lado, sentado en la esquina del banco, un señor de mediana edad; vaqueros, mascarilla. ¿Su hijo? El más joven habla, cuenta y cuenta, ríe, pasa el brazo por la espalda del más mayor, le acaricia. El anciano escucha, ríe, devuelve la sonrisa ¿al hijo?, deja caer la mirada insistente sobre sus manos secas y viejas.  

Cambian de posición. El hijo ofrece sus manos, el anciano tira de ellas, se pone en pie. Equilibrio inestable, balancea. Se aferra a las empuñaduras de su silla de ruedas. Ahora es el más joven el que se sienta en ella. El padre renqueante, empuja la silla con esfuerzo, pasea al hijo ¿lo columpia? Un paso, otro, otro más. Ríen los dos. El hijo saca su teléfono e inmortaliza el momento: versión transmutada de La Piedad de Miguel Ángel.

Soy yo quien ahora deja caer la mirada, y la sonrisa, sobre las últimas páginas del libro que llevo entre manos.

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