Biografía: LA CANDELARIA Y SAN BLAS

Foto: del blog Campanas de Castalla

Acabamos de celebrar la Candelaria y San Blas (Blai).

En Castalla, el día de la Candelaria las crías teníamos fiesta. Corta, pero fiesta.  A primera hora de la mañana, desde el mismo colegio, casi recién llegadas a clase, con nuestros babis de rayas azules, calcetines y zapatos marrones, nos llevaban de excursión por el caminet de cabanyes, a la iglesia (parroquia la empezamos a llamar más tarde) a celebrar la festividad. Quince minutos andando y tonteando, no más. Armábamos una escandalera de muerte dejándonos caer en los inmensos y macizos bancos que todavía hoy resisten y lucen incluso más nuevos y sólidos.  Rezábamos algo, nos poníamos en fila y el eterno Don Toribio nos iba dando una por una, una candela fina, corta, de colores. Lo importante era alargar el brazo y poner la mano derecha para recogerla, evitando así la vergüenza de que el “senyor retor”, te reconviniera con un golpecillo de candela en la mano equivocada.  A lo de la mano derecha o izquierda todavía no se le ha dado explicación científico-teológica.

Las velitas eran de diferentes colores, las más sosas las blancas. La cuestión estaba en que el párroco nos diera la del color que más nos gustaba, cosa que las más de las veces no solía pasar. Nos conformábamos con poco entonces.   Siempre existía la posibilidad de cambiar la candela entre nosotras. La cuestión del color no tenía más trascendencia, dado que era habitual que la vela ya llegara de vuelta al colegio hecha trozos.  A los “monecillos” siempre les daban un montoncito de candelas de colores. Les daban o se lo tomaban en pago por los servicios.

Yo por entonces solo conocía a dos personas que se llamaran Candelaria: mi madre y mi hermana. Por infrecuente, resultaba un nombre extraño. Conforme aumentaron mis nociones de geografía, descubrí que en otras latitudes y sobre todo en Canarias, el nombre era más que habitual. Con el tiempo, resulta dificil separar el nombre del mismo afecto.

Al día siguiente, San Blas, tocaba excursión otra vez y al mismo sitio. En esta ocasión, en vez de que nos dieran una velita, tocaba llevar rollos y monas a bendecir.  Algunas llevaban unas cestas la mar de apañadas (también en eso había clases), con la repostería correspondiente al festivo. Aunque en la cesta cada una ponía lo que le venía en gana: alguna vez, entre los rollos emergía un limón, una cadenita, una bolsa de caramelos… Imagino que siguiendo alguna tradición cultural o religiosa (San Blas fue galeno y parece que curaba estupendamente las afecciones de garganta) se imponía aprovechar la bendición, y bendecir todo lo que se consideraba oportuno, así que en el momento en el que el párroco se lanzaba a propulsar el agua bendita con el hisopo, también abríamos la boca una cosa mala, como pajaritos hambrientos en el nido, para que el sortilegio nos llegara a la garganta, “hasta el infinito y mucho más”. Pienso si no nos vendrá del momento “hisopo y agua bendita” la afición por el canto en los momentos de jolgorio. 

Una cosa que me gusta especialmente, es que estas fiestas vinieran en pareja y en concordancia numérica: la Candelaria llegaba con San Blas, y “les Catalinetes”  lo hacían con “els Nicolauests”.  Quién sabe si este emparejamiento no sería también un germen atávico de la moderna paridad. 

Candelaria, Blas, Catalina, Nicolás, nombres que quizás y tristemente, se acabarán perdiendo.

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