Los golpetazos metálicos sustituyeron esa mañana los trinos de las golondrinas que acudían a colarse entre los barrotes de los balcones o a apalancarse bajo las molduras de las balaustradas; apagaban los buenos días de la gente que cruzaba la plaza de camino a sus obligaciones y el ronroneo madrugador de los motores de los coches.
Cuando abrió la rendija en la ventana para averiguar el origen del estruendo, los andamios ya rodeaban la casa y trepaban en torno a ella queriendo ganar altura.
Para una vez que creía haberse librado del escándalo de las fiestas, acababa sitiada por una cuadrilla de albañiles ataviados con mono, casco y arneses, dispuestos a destrozar la tranquilidad que disfrutaba dentro de aquellas paredes abandonadas.
¿Cómo iba a mirar a la calle a sus anchas si todos los que pasaban alrededor de la casa no le quitaban los ojos de encima? ¿Quién le decía que alguno de aquellos curiosos o de los mismos operarios no acabaría dándose cuenta de su presencia si seguía asomándose a todas horas desde su ventana?
El ruido y la angustia le sugerían los peores presagios: ¿Y si cuando acaben la fachada pretenden entrar a la casa? Contuvo el desasosiego: cuando llegue ese momento encontraré como echarlos. ¡Esta casa es mia!
¡Malditos entrometidos!, ¡Que les importará a ellos que la casa se caiga a pedazos si hace más de 50 años que nadie viene a verme!
Os dejo enlace al primer microrelato sobre la Casa Roja. En él empieza todo
Olé.
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¡Gracias!
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A tí, por la amenidad y la gracia de tus relatos…! (si me permite el tuteo)
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