Lola Vargas y D. Bernabé, son mis personajes en una historia tejida en cuatro relatos cortos. Participan del ejercicio de escribir un relato a muchas manos, donde cada una añade sus personajes y sus tramas y aprovecha los movimientos de todas ellas. Un hospital psiquiátrico es el escenario. Pongamos que estamos a finales de los años sesenta.
-I-
Lola, divisó desde el fondo del corredor al joven y elegante sacerdote. Atravesaba el inmenso pasillo del pabellón de mujeres embutido en su impoluto traje negro, sosteniendo una cartera de cuero. Sus pasos parecían acompasados con el estruendo de silbidos, gritos e insinuaciones obscenas que le lanzaban las internas entre carcajadas según el hombre avanzaba por el pasillo. Vicente “el manos” el guarda seboso, al que todas se la tenían jurada, caminaba detrás de él en un simulacro de protección, dibujando en su rostro sudoroso una media sonrisa que se le descolgaba sobre la mejilla derecha, sin disimular el disfrute que le producía el mal rato que estaba pasando el pater.
Lo siguió con la mirada hasta que alcanzó su destino. Vio cómo apartaba la mirada espantada y se sacudía las manos de las dementes que se abalanzaban para tocarlo como quien se encomienda a un santo en procesión. Lola pudo oler el miedo y la aprensión que le provocaba al curilla aquella colección de desterradas, hasta que cruzó la puerta del despacho del director.
La entrevista apenas duró veinte minutos. Lo justo para que el jefe pudiera poner al día de sus funciones al recién estrenado capellán y para que se llevara una opinión muy favorable de él: el tipo parecía vocacionado, pero completamente inexperto; recién sacado del horno. El director tuvo la gentileza de dejar para el final de la entrevista las advertencias más delicadas.
– Tengo la certeza de que sabrá usted desarrollar de forma óptima la labor que se le encomienda; también que aportará humanidad a la atención de estas pobres mujeres. Pero si me lo admite, le daré un consejo que considero puede resultarle muy útil: no se fie de ninguna, ponga en duda todo lo que le cuenten y tenga especial prevención con Lola Vargas. No se confíe, y todos estaremos más tranquilos.
– Sin duda le agradezco el consejo. Aunque resulta extraño que me prevenga respecto a una interna ¿Es peligrosa? ¿la voy a conocer?
– Podrá comprobarlo usted personalmente, no quiero provocarle un recelo excesivo o precipitado. Y no se preocupe por conocerla, seguro que ella ya le conoce a usted.
El gesto de estupefacción que el director detectó en el joven Bernabé, le llevó a concluir la entrevista con una última aclaración: no es la más violenta, pero es la más peligrosa; todos, de una u otra manera hemos caído en sus redes en alguna ocasión, usted no sería el único. Mejor mantenerla a distancia.
Lola Vargas apenas tardó dos días en presentarse al capellán en la inmensa sacristía del hospital. Esbelta, bien vestida, maquillaje sutil, con el pelo recogido en un moño que le daba cierto aire de mujer elegante que luce su belleza con discreción.
-Padre, cuando sea posible, quisiera confesar. Desde que marchó el anterior capellán no he tenido ocasión, y de eso ya hace algunas semanas. Le habló con voz suave y gesto modoso mientras de soslayo en un movimiento que al capellán le pasó desapercibido, mostró su lengua al funcionario de turno que la miraba sin pudor alguno.
Bernabé la escrutó con sorpresa, le resultó extraña para aquel lugar, la amabilidad en las formas, la misma petición y especialmente la apariencia de la mujer que la formulaba. No pensaba que iniciaría tan pronto su labor. Y tampoco imaginaba encontrar allí a una mujer tan bella y elegante.
-¿Con quién tengo el gusto de hablar? –preguntó mientras señalaba a su interlocutora una silla en la que la invitaba a sentarse.
– Me llamo María Dolores Vargas Fernández, pero puede llamarme Lola, más corto y más familiar. Le respondió mostrándole la mejor de sus sonrisas. No se le escapó el respingo de sobresalto que Bernabé no pudo controlar.
El capellán tardó unos segundos en recomponerse. No conseguía aplacar el galope que le subía a las sienes, y presentía que de un momento a otro se haría visible el sudor que emanaba por todo el cuerpo.
– Antes de administrar los sacramentos quisiera conocer a las feligresas que tengo a mi cargo. Como sabrá apenas hace unos días que me incorporé al servicio del hospital. Si no le importa, me gustaría saber cuál es la razón por la que está aquí una mujer como usted.
Lola se irguió apoyando la espalda en el respaldo de la silla, entrelazó sus manos y bajó la mirada, dispuesta a repetir la representación que tantas veces había interpretado:
– He sido acusada de asesinato. De varios, para ser más exacta. Dicen que causé la muerte a mis propios padres, de dos de mis hermanas y de una sirvienta. Me acusaron de envenenarlos. Yo asumí la culpa y la pena. Pero la realidad es bien distinta: estoy aquí por amor, y por respetar el sagrado vínculo del matrimonio. Confesé el crimen para evitar que lo hiciera mi marido. Aunque en verdad no hubo crimen alguno, sino un desgraciado accidente, una imprudencia que resultó mortal. Quise evitar su ruina, aún a costa de mi sacrificio. A veces Dios, en su infinita bondad, nos conduce por caminos que ni nosotros mismos entendemos.
Al capellán le costaba digerir la serenidad con la que Lola narraba su peripecia, sin el más mínimo atisbo de emoción o de culpa. Sucumbió a la tentación de seguir preguntando, de completar una historia que ya lo tenía intrigado.
– ¿Cómo evitó usted el garrote, si se le condenó por delitos tan graves?
– Quizás porque todos sabían que yo no era la verdadera culpable. Se inclinaron por ingresarme en una institución psiquiátrica, pensando que tal vez un día, el altísimo les dé la oportunidad de reparar el error que cometieron.
– ¿Y su marido?
– El pobre no levanta cabeza. Mi querido Adolfo aguarda el día en que la justicia reconozca su error y podamos reunirnos nuevamente, y compensar entonces mi sacrificio con su amor.
Bernabé no conseguía adivinar qué era lo le causaba tanta turbación: la historia, la frialdad con la que la contaba, o si era la sola presencia de Lola lo que lo tenía tan fuera de sí. Quizás era conveniente dejarlo ahí.
-Si no tiene inconveniente, ¿qué tal si dejamos la confesión para mañana? Estaré en la capilla un buen rato antes de la misa.
Lola se despidió con un gesto afirmativo y una sonrisa. Él no lo sabía, pero ya estaba atrapado en su red.
-II-
-Tú, fregona, tengo un trabajito para ti, acércate que te cuento -Lola se quedó apoyada en el quicio de la puerta, mostrando el dedo índice en claro gesto de llamada mientras la limpiadora se reponía de la impresión.
Al gesto de Lola, Leandra miró hacia la puerta y contuvo el primer arranque que le pidió el cuerpo, que sin duda pasaba por el insulto y por alguna bofetada con el brazo del revés y la mano abierta. A ella no la llamaba nadie fregona ¿Quién se había creído esa funcionaria para hablarle así?
-Quieta que te pierdes -la advertencia con exceso de volumen y chulería, y la frialdad de Lola, cortaron en seco lo que podría haber sido el inicio de una buena pelea -Tú vives por Cuatro Caminos ¿no? –el silencio de Leandra y la cara de pasmo que se le había quedado sirvieron para que Lola lo considerara como respuesta afirmativa -Pues entonces no te va a costar tanto, no te lo voy a poner demasiado difícil. Mira, Le vas a llevar una cartita a mi querido esposo que está muy necesitado de mí. Se la das, le pides que la lea en tu presencia, que te dé respuesta y vienes y me cuentas qué te ha dicho. Y ya está, ¡así de fácil! Mira, y para que veas que te tengo confianza, estés bien informada, y pongas interés en el recado, te la leo:
“Querido Adolfo. No te quito ojo de encima. No creas que te vas a librar de mí. Ya queda menos para que salga de aquí. Ve preparándote. Esta que te quiere con locura. Siempre tuya. Lola.
La limpiadora no conseguía salir de su asombro ¿cómo podía haber confundido a aquella interna con una funcionaria?
– ¡Tú estás loca! No voy a llevar ninguna carta ni nada a nadie. Y ya estás saliendo, que aquí no puedes estar. ¡La madre que te parió! O te vas o llamo a los celadores.
Lejos de amilanarse Lola mantuvo la sonrisa y la carta tendida hacia Leandra.
– Pues un poco loca sí que estoy, para qué te lo voy a negar. Mira si estoy loca, que si no accedes en convertirte en mi paloma mensajera, estoy dispuesta a arrancarte las alas de cuajo. Así que o vuelas cada vez que te encomiende algo, o me encargo de que llegue donde más daño te haga, el negocio que tienes montado a costa de arramblar con toda la medicación y todo lo que sisas a funcionarios y a internas. Ahí llevas las señas. Mañana quiero una respuesta. No pierdas ni un solo detalle ¿entiendes? – Leandra se quedó con la carta en la mano, mientras Lola se alejaba satisfecha marcando un movimiento de cadera más propio de un paseo por la gran vía que de aquel decrépito corredor.
Resuelto el primer asunto importante del día, se encaminó hacia la capilla: tenía una confesión pendiente.
Encontró a Bernabé sentado en los primeros bancos, con la cabeza metida entre las manos. Acababa de tener una conversación con el director, a propósito de sus primeras conclusiones de su todavía corto servicio en el centro. Pese a los pocos días que llevaba allí, ya había observado algunas cuestiones que le tenían muy preocupado, y sobre las que le gustaría que el director tomara cartas en el asunto: la alimentación de las internas dejaba mucho que desear, incluso resultaba preocupantemente escasa y de mala calidad; también la higiene que mostraban las más impedidas. La respuesta del director, si bien correcta, le había sonado a evasiva, incluso a burla: ¿Qué tiene que ver que la cocinera tuviera un restaurante con dos estrellas Michelín para que en el hospital coman auténtica bazofia? Quiere confiar en que tomará las medidas oportunas, parece un buen hombre. Bernabé cae en la cuenta de que acaba de llegar y está cayendo de nuevo en su error de siempre: meterse donde no le llaman.
Lola se sentó a su lado, dejando unos palmos de distancia en el banco, en un claro gesto de respeto por el espacio del padre. Tras santiguarse dejó las manos abiertas sobre sus piernas en clara actitud de espera y acogida de algún mensaje divino que tuviera a bien llegarle.
-¿Podría confesar ahora?, preguntó como en un susurro sin mover sus ojos de la imagen de la virgen sedente junto al altar.
Bernabé le indicó con un gesto amable que pasara al confesionario.
-Mire padre, cuando una está aquí, los pequeños pecados dejan de tener importancia, a Dios solo le deberíamos molestar con pecados graves. Me acuso de que no soy capaz de resistirme a la tentación de la lujuria. Aquí no hay demasiada oferta, pero, dando bien las instrucciones, siempre encuentro alguien que me ayude a disfrutar. Algunas locas tienen unas lenguas que parecen taladros. Y cuando necesito hombre lo pido, los funcionarios siempre vienen de casa con hambre y hasta ahora ninguno se ha negado, al contrario, se ofrecen para lo que necesite. Son brutos y rápidos, embisten como posesos, como si quisieran empotrarme, pero también me gusta ese punto animal. Ya sabe usted como son estas cosas, en la variedad está el gusto. Aunque es verdad que cada vez disfruto más del placer solitario, a mi ritmo, sin nadie, sobando mi cuerpo durante horas, a veces toda la noche…–Lola miraba fijamente a Bernabé a través de la celosía de madera, queriendo atisbar en él el más mínimo gesto: lo presentía tenso, excitándose por momentos, conteniéndose -Yo no era así, me bastaba con el uso discreto y esporádico del matrimonio. Pero mi marido se empeñó en explorar los asuntos del placer. Le gustaba mirar ¿sabe? disfrutaba como un poseso cuando nos lo hacíamos con la criada, ¡la pobre que poco nos duró! Y ¡sabe? mi pecado es que no me arrepiento, al contrario, disfruto como una auténtica loca. Ahora mismo me gustaría entrar ahí, a su confesionario, y hacerle a usted volar de placer.
Bernabé salió del confesionario, evitando mirarla, como si se hubiera declarado un fuego. Sentía que la cabeza le iba a estallar de un momento a otro; necesitaba tomar aire.
Lola siguió arrodillada junto al confesionario, riendo como niña que acabara de cometer su mejor travesura.
-¿No me va a absolver padre? – le gritó desde lejos llenándolo todo el espacio con sus carcajadas.
-III-
A Leandra apenas le dio tiempo de ponerse el uniforme de trabajo y recoger el carro de los bártulos de limpieza; a la entrada del corredor principal la esperaba Lola, con una sonrisa inmensa y el dedo índice levantado en señal de “ven tu para acá”. No se perdió en prolegómenos:
– ¿Cómo ha dormido mi paloma mensajera? ¿Entregaste mi cartita de amor?
Con la pregunta, le pegó un empujón al carro para que no se interpusiera entre ella y Leandra, quería tenerla cerca y de frente.
-La entregué ayer por la tarde, en mano, tal como me indicaste.
– pspspspspsppspps ¡¡¡eh¡¡¡¡¡ no te confundas, tú y yo no somos amigas. A mí no me tutees. ¡Tal como me indicó!, se dice “tal como me indicó”.
A Leandra le costó contener la rabia que le subía desde la boca del estómago. En otras circunstancias aquello le hubiera bastado para soltarle un sopapo a la interfecta. Se tragó las ganas, como quien se traga la poca dignidad que le queda.
– ¿Me traes respuesta palomita?
– La pedí, pero su marido me dijo que ni de coña, que podía esperar sentada. El resto de lo que dijo lo evito porque suena bastante mal, para ser el mensaje de un enamorado -Ahora era Leandra la que sonreía regodeándose en la ristra de insultos que Adolfo le dedicó a la tipa que tenía delante.
– ¿Cómo reaccionó cuando le diste la carta?
– Primero fue amable, pero cuando se dio cuenta del remite y la abrió, temblaba entero, como si le bailaran todas las hojas del árbol. Se le incendió la cara y miraba hacia todos lados, como si buscara algún sitio donde esconderse. Daba pena el hombre. Menudo susto se llevó para acabar el día.
– Bien hecho palomita. Así me gusta. –Lola dejó a la limpiadora casi con la palabra en la boca, tenía otros asuntos que resolver.
El primero, era ir a ver al cura. Con el atraco que le hizo la última vez que lo vió, estaba segura de que tendría pocas ganas de encontrársela de nuevo, pero la cosa urgía. El curilla parecía un buen tipo. “El miedo, no hay nada que dé más réditos”, se iba diciendo, mientras cruzaba el pasillo.
Las cosas en el hospital, se están desmadrando más de la cuenta, la locura también tiene un límite; y desde luego, Lola no está dispuesta a dejar de poner su granito de arena en que el asunto acabe saltando por los aires. A fin de cuentas, se la tiene jurada al director y al mala bestia de su cuñado. Quizás ha llegado el momento de tomar medidas más contundentes.
Encontró a Bernabé sentado en la capilla. Al verla acercarse, no pudo evitar ponerse de pie de un salto.
-Tranquilo, vengo en son de paz –La voz de Lola sonó desnuda del habitual tono sarcástico, que la hacía tan desagradable –Vengo a pedirle disculpas por lo del otro día. Fue una broma pesada. Aquí no hay tanto con que divertirse, y usted era nuevo… Lo siento, le doy mi palabra de que no se volverá a repetir.
– ¿Por qué lo hace? ¿Por qué ahora? – Bernabé no salía de su asombro, aquella mujer no parecía la misma que apenas unos días antes lo había querido violentar en lo más íntimo.
– Usted y yo, y casi todos aquí, sabemos que no estoy loca. Lo mío es otra cosa. Tomé las precauciones suficientes antes de entrar, para protegerme aquí adentro. Creo que estoy segura. Pero hay cosas que no me gustan nada, y pienso que usted es el único que puede hacer algo para parar lo que está pasando.
– ¿A qué se refiere? –Bernabé no salía de su asombro, aquella mujer fría y calculadora por naturaleza no dejaba de ser un pozo de sorpresas.
– Vuelven a aplicar los electroshocks a la gente más cuerda que denuncia el maltrato que reciben y los abusos que se están produciendo, los dejan completamente fuera de sí. Y han vuelto las visitas nocturnas de depravados a las internas. Ayer le tocó a Almudena, la chica nueva, la destrozaron. Y luego está lo del accidente de Hortensia, que de accidente solo tiene que acabó en el suelo, reventada como una cucaracha. Lo vi todo. La cocinera amenazó con tirar de la manta si no le daban un trozo más grande de tarta. Puedo proporcionar toda la información que precise.
– ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿por qué a mí? – Bernabé sabía que Lola no estaba mintiendo.
– Tengo buenas razones: me quedan algunos años aquí y quiero vivirlos con cierta tranquilidad, también tengo algunos asuntos pendientes, especialmente con el director y el jefe médico, y porque sé que usted puede y quiere hacer el bien, y a mí me conviene.
Lola salió de la capilla altiva y ligera, dando por concluida la conversación, como si se hubiera desembarazado de una pesada carga, sin dar a Bernabé la más mínima oportunidad de resollar. Ahora era el turno del curilla, ¡un buen tipo!
En el pasillo encontró a la Duquesa de Alba aprovechando el reflejo en la vidriera para atusarse la melena y el vestido. Decidió darse el gusto de desorientarla más de lo que ya lo estaba:
-Así no vas bien para recibir al embajador, te va a confundir con una furcia, ¡tienes toda la pinta!
Los gritos de Jazmin, devolvieron a Lola su peor sonrisa.
-IV-
La situación en el hospital se desmadraba por momentos, y amenazaba con llegar al caos absoluto. Empezó en el pabellón de hombres, pero pronto se extendería al de mujeres. Las visitas nocturnas, la medicación sin control, los electroshocks, la desidia, el maltrato de los cuidadores, y los trapicheos se les estaban yendo de las manos al director y a sus amigotes. El resultado era el deterioro absoluto de las condiciones de vida de la caterva de desgraciados que habían tenido la mala suerte de caer allí.
Lola sabía perfectamente, que tarde o temprano, el director y su cuñado necesitarían empezar a eliminar a más gente para ocultar los desmanes que estaban cometiendo en el hospital. Ya lo habían hecho con Hortensia, aunque lo quisieran vestir de accidente y cargarle la apariencia de violación a algún interno, Basilio sería el candidato idóneo; lo habían hecho también abrasándole la sesera a los internos que protestaban. Repartir la tarta, ya no era el mejor método para proteger sus chanchullos y sus propias vidas, había demasiada gente implicada, demasiado recelo, demasiadas mentiras. La tarta se estaba quedando pequeña. Si de algo no tenía dudas Lola es de que, si no lo remediaban, en aquella guerra los daños colaterales caerían del bando de los internos.
Y Lola no estaba dispuesta a quedarse quieta, ni a convertirse en víctima de una guerra que no era la suya. Ya había dado un primer paso: informar al curilla para que diera la voz de alarma. Ahora le tocaba a ella ponerse a cubierto y disparar.
Abordó a Leandra como siempre: de improviso y por la espalda:
-Quiero que lleves este sobre, esta misma tarde, a la dirección que indica. Lo tienes que entregar en mano al destinatario ¡a nadie más! Quiero confirmación del recibí por escrito. No intentes jugármela, palomita. Si me entero de que lo enseñas a alguien antes de llegar a destinatario, date por muerta. Y lo tuyo va a ser una fiesta al lado de lo de Hortensia. Lo haré yo, o lo hará otro, pero caerás. Así que ¡aire!
La limpiadora, no conseguía controlar el temblor que le provocaban las visitas de Lola. Guardó el sobre, y solo por unas milésimas de segundo tuvo la tentación de acudir con él al director. El tiempo justo para caer en la cuenta de qué podría resultar más peligroso para ella.
El sobre contenía una tarjeta de memoria con fotografías de todo lo que se cocía en el hospital, y un puñado de hojas con el relato completo de lo que sucedía allí adentro incluidos nombres, apellidos y cargos. Iba dirigido a Martín Arroyo su abogado, a fin de cuentas, la única persona en la que, contra su costumbre, confiaba plenamente. Quizás porque tenían mucho en común. Le había demostrado su profesionalidad y lealtad durante el juicio por los asesinatos de los que la acusaron. Fue él quien propuso la solución de su internamiento en la institución psiquiátrica para evitar la prisión. Y es él el que se ocupa de todos sus asuntos en su ausencia. A Martín le pedía que llevara la información a la policía, y tomara las medidas oportunas, incluido un anuncio pagado en todos los diarios de la provincia si fuese necesario. Con aquello Lola pretendía protegerse y quitarse de encima de una vez por todas al director y a su cuñado. No soportaba a los parásitos. Quería dejar claro de una vez por todas quien mandaba allí.
Acto seguido se dirigió a la capilla en busca de D. Bernabé. Lo encontró, como siempre, esperando que alguna feligresa desorientada precisara de sus servicios:
-Solo venía a preguntarle si ya ha hecho algo respecto a lo que hablamos el otro día. Ha tenido tiempo de sobra para comprobar la veracidad de todo lo que le referí.
Bernabé se encogió de hombros y dejó caer la cabeza hacia adelante abriendo los brazos para después dejarlos caer a sus costados, en un gesto con el que parecía querer confesar su propia culpa.
– No tengo ninguna duda sobre las cuestiones que puso usted en mi conocimiento. No se precisa demasiado tiempo para darse cuenta de lo que está pasando en el hospital, del maltrato que sufren los internos, sobre todo las internas. Pero usted sobreestima mi capacidad. Yo solo soy un capellán, poco más puedo hacer que cumplir con mi ministerio e interceder ante la dirección en cosas muy concretas y muy pequeñas.
– Si algo no es usted es tonto –Lola se cuadró ante Bernabé en lo que a todas luces era un gesto de poner las cartas sobre la mesa -así que no me venga con el discursito del capellán humilde. Sabe perfectamente de qué le hablo. Puede ponerse en el bando que más le convenga. Puede ser un capellán de verdad o un asqueroso cómplice. Usted decide. Si opta por lo primero, sabrá a quien acudir. Si decide quedarse quieto, le salpicará tanta mierda a usted y a su iglesia, que no podrán quitarse el olor en mucho tiempo, por mucho que se escondan. Tiene hasta mañana por la mañana. Solo vine a avisarle.
Unos minutos después, Bernabé besó la estola y la colgó en el perchero de la sacristía. El corredor vacío fue testigo de sus prisas.
A Lola le quedaba un último disparo que soltar, antes de que todo saltara por los aires: contarle a la joven psicóloga recién llegada, cómo habían sido los últimos días de su madre en el hospital, quién acabó de minar sus últimas resistencias de cordura. ¡La gente joven siempre necesita ayuda para abrir los ojos!
-Jazmin, prepárate, ¡mañana nos visitan sus majestades!, ¡Requieren de tu presencia en la recepción!, prepárate un discursito –A Lola le resultaba irresistible no soltarle alguna burrada a Jazmín, cada vez que se cruzaba con ella en el corredor; le admiraba la ternura inocente de aquel duplicado desnortado de Duquesa de Alba.
Cuando la policía desembarcó en el hospital a la mañana siguiente, Jazmín esperaba a la puerta. Lucía un vestido vaporoso en gasa gris y la tiara del ducado que la emparentaba con la familia real. ¡Vivan sus Majestades! Gritaba.
Mari un placer leerte. Tarde pero lo hago.
De aqui a la novela ya hay un paso. Como siempre sorprendida gratamente.
Sigue deleitándonos.
Un abrazo.
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