La noche había quedado serena en la Pinta. Solo el trinquete aprovechaba el viento para avanzar, en aquella travesía que amenazaba con dejar que el mar se los llevara a todos al infierno. La Salve que había rezado la marinería apenas unas horas antes, sonó a oración fúnebre: muerta la esperanza solo cabía pedir perdón por los pecados y suplicar la misericordia del altísimo.
-¡Marinero Vigía! Suba al palo –Rodrigo de Triana oriundo de Lepe, escuchó la orden de Martín Alonso Pinzón como quien recibe una maldición. Apenas había dormido un par de horas, tenía el cuerpo desmadejado, falto de descanso y de alimento y el alma atrapada por el desánimo y la cercanía de una muerte segura. El olor a salitre y el sol le abotargaban el pensamiento y le roían el alma. La tentación de arrojarse al mar lo acosaba día y noche, casi tanto como se retorcían sus tripas y ardían sus ojos.
-¿Ahora? ¿Qué horas son estas? -Tan hartos estaban los desharrapados marineros de vagar por aquel mar embravecido, que ya no renunciaban a cuestionar las órdenes que recibían. Cualquier castigo sería mejor que el suplicio de la travesía interminable en la que se había convertido la expedición. La idea del motín empezaba a tomar fuerza a medida que crecía la certeza de fracaso.
-¡Órdenes del Almirante! – respondió el piloto- ¡suba y aviste!.
Rodrigo de Triana, se encaminó a la cubierta, sin esquivar a los marinos que dormían sobre las tablas, pateándolos a ellos y a todo lo que encontraba a su paso. Escuchaba las maldiciones que le lanzaban como viento necesario para salir, para caminar, para obedecer, para seguir respirando.
Se encaramó al mástil arañando las pocas fuerzas que le quedaban, prometiéndose que sería su última vez; que no recibiría más órdenes, que no seguiría alimentado el hambre que lo llevó a enrolarse y lo humillaba una y otra vez, que no volvería rebañar la bazofia que recibían por rancho.
-¡Maldita sea la sombra del almirante, y maldito el día en que se me ocurrió enrolarme!¡maldito mar infinito! –Rodrigo repetía la maldición como una letanía, mientras trepaba palmo a palmo por aquel mástil interminable que parecía prolongarse para tocar el cielo en la noche clara. Su última noche.
– ¡Marinero! ¡Aviste! – Gritaba Pinzón desde el puente de mando. A Rodrigo la brisa marina le devolvía un susurro: ¡Hazlo! ¡zambúllete en el mar!
Agarrado al madero y a los cabos, allá arriba no encontró a quien dedicarle un último pensamiento, no encontró un recuerdo que no le hablara de soledad y del mar que le reclamaba su entrega definitiva.
– ¡Marinero! ¡Aviste! –escuchó de nuevo.
Rodrigo lanzó una última mirada a las naves que seguían a la Pinta, al cielo, al manto de estrellas, al traidor horizonte que se empeñaba en burlarse de él mostrándole fuegos lejanos y titilantes, queriendo confundir su deseo por realidad. ¿fuego? ¿Tierra?
Sintió que le reventaban los pulmones, la garganta se le desgarraba y no conseguía dejar de gritar ¡TIERRA A LA VISTA! ¡TIERRA! ¡TIERRA!, mientras se aferraba con fuerza al mástil y a la vida.
Era la madrugada del día doce de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos.
Un minuto da para un relato y para la épica. Lamentablemente al marinero Rodrigo de Triana, Colón le sisó los 10.000 maravedíes prometidos por la corona y el jubón de seda prometido por el propio Colón para el primer hombre que avistara tierra. Colón escribió que él la había visto primero.
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