
Atraviesan la arena como dos funambulistas, sin más barra de equilibrio que sus aperos de playa.
Hoy no los acompaña su nieto; no estará pendiente de ellos, no los incordiará insistiendo en que no naden a la hondura; no los atosigará con sus propias inseguridades.
Entran juntos al agua sosteniéndose el uno en el otro, amarrando sus brazos flácidos, sus cuerpos blandos, como quien se aferra a un cabo. En otro tiempo debieron ser imponentes, atractivos. Todavía lo son: bellos, pese a su decrepitud.
¿Cuántos años llevarán juntos? ¿60?, ¿más?, ¿una vida?
En el agua, dos cabezas que se zambullen y los brazos rítmicos y acompasados de dos nadadores expertos. Dos peces felices a sus anchas en un mar inmenso.
Dos sillas esperan en la orilla; sus sombrillas fucsias, mínimas y encendidas a modo de faros orientan el regreso. Resisten a un sol que, aunque parezca el mismo de siempre, ahora, temeroso de su propio crepúsculo, solo habla de pérdidas y finales.
Final del verano, quizás el último.
Fotografía: Septiembre 2001 – Cabo de Palos
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