La única perspectiva vital que mantenía a Sol con vida se sostenía en el transcurrir del verano. Había decidido que una vez finalizara el estío en curso, no le quedaría interés alguno por seguir respirando. De hecho, había hecho saber a los allegados, su decisión de dejar de respirar antes de que iniciara el otoño. “Es absurdo esperar un nuevo verano, no creo que pueda llegar, este es el último, está decidido no sigáis dándome la murga”.
Mientras tanto, Sol vive sus mañanas centrada en vigilar el paso de las horas en el reloj de pared del salón, impasible y soberbio, como siempre. Es capaz de controlar segundos y minutos con los ojos cerrados; a fuerza de práctica ha conseguido sincronizarse con el reloj. A fin de cuentas, no tiene otra cosa en que ocupar el tiempo.
“No”, siempre la misma respuesta a las mismas preguntas: “¿Un paseo? ¿un ratito en el parque? ¿visitas? No, su único interés se centra en que llegue la tarde; las cinco de la tarde para ser más exactos, y después unos minutos de margen, según el día.
No le interesan ya los paseos por el parque, sentarse en un banco a conversar, hacer ni recibir visitas; no queda nadie con quien haya compartido esos espacios. Todos se han ido marchando, cada uno en el momento y la estación que ha considerado oportuno. Eso al menos quiere pensar.
Cuando el reloj marca las cinco y seis minutos de la tarde, se produce el milagro que Sol espera cada día: frente a la entrada del parque, a la sombra, junto a los escalones, aparca la moto-carro de Helados Pana. Unos segundos después para el motor. Y antes de que pase el minuto escucha la llamada: “Gelaaaaaaaaat”.
Y entonces ve salir corriendo a niños y mayores de las casas, apretando monedas y carteras en sus puños, esquivando los rayos del sol inclemente; y compran sus granizados de agua de limón y de cebada, sus polos, los “chambits” y las tarrinas de chocolate y el sagrado “mantecao”; alguno, un “coyote”. Y revive la misma alegría de todos los veranos, la única que ha permanecido invariable y constante en su vida, la única que le queda: la alegría infantil y golosa del helado en verano. Y es el único momento del día en el que su corazón se desacompasa y anda más rápido que las manecillas del reloj de pared. Y es por esa felicidad por lo único que Sol sigue respirando. Acabará cuando acabe el verano.
Y Pana arranca otra vez su carro de helado, y sale disparado a la calle de abajo.
De la casa de la esquina sale un gato por la ventana, arrastrando tras él, como una capa, las cortinas de rayas. Sentado en el alféizar observa desdeñoso al resto de felinos de la calle. No quiere tener nada con ellos, son todos unos pobres miserables: nacen y mueren en las mismas casas, rebajándose, obligados a ronronear a sus humanos para ganarse el hueco que ocupan en sus viviendas. Eso los que tienen casa. A los callejeros ni los contempla: son pura escoria, irresponsables, sucios y mendicantes. No se merecen ni el trozo de la calle que pisan.
Ve llegar a sus humanos, cargados de bolsas, cansados, reventados de trabajar todo el día. Les niega el saludo; no soporta que lo llamen “Misino” con ese tono cariñoso y dulzón que tanto le disgusta, tomándose más confianza de la que él está dispuesto a regalarles. “¿Misino? ¿a quién se le ocurre ponerle ese nombre al rey de la casa?¿Pueden ser más ridículos?”
Tendrá que entrar, no quiere perderse la reacción de los “panolis” de sus humanos cuando vean la sorpresa que les ha preparado esta vez: no ha dejado un centímetro de la casa sin desorden y suciedad. Les llevará toda la tarde recoger y limpiar el desastre que su querida y traviesa mascota ha causado.
Misino se quedará quieto en la entrada, y mostrará su mirada más dulce e inocente, la de no haber roto un plato en su vida. Les escuchará hablar en voz baja y cómo acaban discutiendo a voz en grito gracias a él: “¿no te das cuenta de que este animal es un borde y un salvaje? No nos quiere. Lo hace aposta” “¿Pero cómo va a ser consciente de lo que hace?¡Por Dios, que es solo es un gato!“, “El gato tiene que irse. O se va él o me voy yo”.
Y el Misino se relame los bigotes pensando que por fin ha conseguido su objetivo: llevar a sus humanos al límite. Disfruta comprobando que si todavía no los ha vuelto locos, le queda muy poco. Les mira con conmiseración felina, reconociéndoles la paciencia que tienen con él, el empeño que siguen poniendo por quedarse con él, para no devolverlo al lugar del que lo recogieron, como hicieron otros antes. ¡Pobres! ¿Qué les hace pensar que ellos van a conseguir lo que no han conseguido otros?
¡Decidido, el gato se va!
Misino se frotó los lomos en el marco de la puerta, disfrutando el placer del triunfo: amargar y ser expulsado. ¡De vuelta al hogar de los gatos abandonados! Le revienta la gente buena.
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