Cuando acabé la EGB, (qué antiguo suena esto), dado que no había destacado especialmente por mis cualidades para el estudio, me puse o me pusieron a trabajar, que para el caso da lo mismo. Ni mis padres ni yo pensamos en otra opción. En realidad, ya trabajaba antes de acabar el colegio, las cosas en la prehistoria eran diferentes, entré entonces oficialmente en el colectivo de las que trabajaban, aunque fuera en el negocio familiar, sin seguro, sin sueldo, sin horario y sin ganas.
Mi madre, en su maternal intención de que no acabara convirtiéndome en una disoluta o en una zoquete rematada y pienso yo, avistando mi futuro próximo como esposa y madre, decidió que para mejor aprovechar el tiempo libre, lo más oportuno sería apuntarme a clases de Corte y Confección, siguiendo así la estela más que brillante de mi hermana mayor.
Yo, que por aquellas fechas todavía no había oído hablar de feminismos, dije que de eso nada, que yo no pensaba coser, que aquello no era para mí, que yo lo que quería era tocar el piano. Así sin anestesia. Ahora exactamente no sabría de dónde me vino aquel arrebato, porque mi carrera musical no había pasado de tocar la guitarra en la rondalla, ni de cantar en el coro del colegio.
Mis hermanos (y hermanas), siempre más aterrizados que yo, tuvieron a bien avisarme, de que era del género tonto que asistiera a clases de piano, si yo no iba a tener un piano en la vida, entre otras cosas, porque un piso de 89 metros, en el que por entonces vivíamos 8 personas, bastante tenía con contener a una familia más que numerosa, para tener que acoger también un piano de pared, eso sí, que en ningún momento se me ocurrió plantear que fuera de cola.
El piano de segunda, tercera o cuarta mano, renqueante, feo, con soporte para candelabros, desafinado y más viejo que la tos (mis posibilidades adquisitivas no daban para más), llegó a casa una tarde, en la que gracias a Dios pasaban visita los amigos de mi hermano el pequeño, ocasión que aprovechamos para sumarlos como porteadores en la subida del mamotreto al primer piso.
Costó Dios y ayuda subir el instrumento, entre otras cuestiones, porque el hermano pequeño en cuestión, se quedó en el sofá viendo la televisión, mientras sus amigos arrimaban el hombro. Ni que decir tiene, que dada la anchura de la escalera, mientras el piano subía, los vecinos no podían subir ni bajar. Hoy este inconveniente, que duró casi un par de horas, se calificaría de secuestro a manos de un piano desaprensivo y generaría un conflicto de carácter bélico entre vecinos.
Años más tarde, gracias a otro de mis hermanos, el piano salió por la ventana a lomos de una grúa de camión, sin haber tenido ocasión de acompañarme en ningún triunfo musical. Ni que decir tiene, que su estancia en la casa, sirvió para poco más que para sostener un tapete de ganchillo, y todas las fotografías enmarcadas que íbamos colocándole encima. Mi cuñada, pensó que el armatoste le quedaría bien en el salón y yo, dado que había abandonado la idea de sacarle las más bellas melodías, y la misma casa (de esto no tuvo la culpa el piano), se lo vendí de buena gana y a precio de saldo. Mi madre fue la que más celebró aquella venta, todo un símbolo de lo que había resultado mi vida artística. Siempre he sido de inversiones ruinosas.
En resumen, la cuestión es que yo no fui a corte y confección, cosa de la que ahora me arrepiento enormemente, porque me encantaría saber coser los bajos de los pantalones, o los cuatro remiendos que siempre se presentan en la vida de una mujer. Lo peor, es que ni aprendí a coser, ni aprendí a tocar el piano.
Ahora aprendo a tocar la flauta, a una mala, siempre es más fácil de transportar, y confieso que me planteo seriamente aprender a coser… y retomar mi carrera artística.
El piano sigue con mi cuñada.
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