La mar está calma. La orilla se tiñe de verde triste en un intento de evacuar sus penas.
Cormoranes y gaviotas en plena conquista de su particular isla Perejil, ocupan los mogotes que sobresalen en el agua, apenas a unos pasos de la arena.
La banda sonora la ponen las conversaciones telefónicas, en una especie de torre de babel playera: jóvenes de más allá del estrecho mezclan su lengua árabe, con el murciano de la señora que avisa a los hijos de que a las dos los espera que ya tiene preparado el caldo con pelotas, con la cháchara de los alemanes en camiseta de manga corta, que vete tú a saber qué estarán diciendo.
En los bancos, conversaciones de viejos, que hablan de los otros tiempos que fueron mejores, de la ignorancia de los jóvenes que se creen muy listos porque han estudiado, presagian la catástrofe… está cerca.
Gente embutida en mallas que corren o andan a paso ligero, bicicletas de todos los modelos, andadores, sillas eléctricas, perros que pasean a sus dueños, muchos perros de diferentes tamaños.
Un abuelo pilotando su scooter, adelanta por la izquierda a toda la velocidad que le permite el ¿vehículo?, lleva su yorshire a modo de mascarón de proa; los nietos se turnan para subir en la trasera; de uno en uno, repite el abuelo, de uno en uno, que acabaremos volcando.
Barcos veleros con aire cansado atraviesan la laguna en dirección al puerto.
Terrazas repletas. Los cartelones de los garitos muestran sus ofertas en inglés.
Cerveza de los domingos compartida. Brilla la estrella de levante.
Vecinos que se encuentran y aprovechan para sacar a colación su artrosis y sus achaques. Hablan.
Restos de las inundaciones en un mar menor que naufraga. Arena labrada.
En los balcones banderas, muchas banderas.
Domingo soleado.
Hoy Los Alcázares, se ha vuelto a inundar.
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