VIDA IDÍLICA

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Relato en torno a una paradoja:  aquello que acaba siendo lo contrario de lo que buscamos o proponemos.

El verano en aquella casa de la costa cántabra, había resultado el empujón que le faltaba. Decía que necesitaba aquel espacio para respirar, para crecer, para ser libre, que era su sueño, que ya sólo allí podría ser feliz. El lugar era increíble, en pleno monte, con unas  vistas preciosas al acantilado y a una distancia óptima de la carretera.  Se pasó la mitad de las vacaciones de cara a aquél acantilado. No se cansaba de mirar; igual abría los brazos, que saltaba, que corría que lanzaba piedras, que se quedaba quieto y sonreía todo el rato, como si ya hubiera llegado a donde tenía que llegar.   Parecía que quisiera atrapar en cada minuto toda la vida que había en aquel trozo de tierra y en aquellos golpetazos del mar contra la piedra.

Yo no tenía tan claro que aquello fuese una buena idea.  A decir verdad, a mí tampoco me desagradaba el tema, pero es que yo siempre he sido más conformada con todo.  La venta del piso nos daba suficiente para la compra y no teníamos otras ataduras que nos impidieran cambiar de ubicación.    ¿Por qué no?, quizás esa fuese la aventura de nuestra vida.

Así que desde que regresamos de las vacaciones, todos sus esfuerzos se dirigieron a gestionar la compra de la casa y a conseguir el cambio de las condiciones laborales en la empresa. Si algo teníamos claro, era que el trabajo no lo podía perder, era una buena empresa, un buen sueldo y unas condiciones laborales inmejorables y nos permitía vivir sin ninguna apretura.

En apenas tres meses consiguió que en la empresa le dejaran trabajar “online”. Elaboraría sus informes en el propio domicilio y sólo tendría que viajar a la capital una vez por semana.  Estaba harto de ser esclavo de un horario, de jornadas interminables metido en un edificio acristalado en el que se sentía como pez en una pecera, sin un mínimo espacio de privacidad y constantemente rodeado de gente.  Todo eso se había acabado y yo también acabé ilusionándome.

En unos días concluimos la mudanza y la vivienda quedó como si hubiéramos vivido allí siempre. Perfectamente ordenada, como a él le gustaba.  Yo estaba feliz de verle como niño con zapatos nuevos, estrenando una vida que colmaba todas sus expectativas, ya así, de entrada.

Los primeros disgustos llegaron el primer domingo de estar allí. La carretera estaba a una buena distancia de la casa, aunque no tan lejos como para impedir que pudieran llegar hasta allí los excursionistas que montaban sus picnics cerca del acantilado. Él había soñado aquel espacio para la soledad, el silencio. Aquellos invasores domingueros no dejaban de charlar, de reír, de jugar, de turbar su silencio. El cabreo era monumental si a alguno de aquellos inconscientes se le ocurría llegar hasta la casa para pedir prestado algún utensilio necesario para abrir botellas, latas o incluso para que le calentaran el potito para el bebe. A mí no dejaba de venirme bien un poco de conversación y de ruido, lo poco gusta y lo mucho cansa. Tanto silencio, tanta paz y tanto verde, no es que no me gustara, es que me estaba cansando.

Al cabreo de los domingos le siguió la instalación de la valla de madera alrededor de toda la parcela.  Es verdad que nos quitaba las vistas al acantilado, pero también evitaba miradas curiosas y molestias inesperadas y nos aportaba la privacidad que tanto valorábamos. Bueno, que tanto valoraba él.

A la misma vez que instalamos el cercado, colocamos una pequeña antena de telefonía porque las comunicaciones en la zona eran tan malas que resultaba prácticamente imposible mantener la conexión permanente a internet que precisaba él para su trabajo.  No resultaba estética, pero era práctica. Y eso era lo que yo había empezado a valorar desde que vivíamos en el campo, lo práctico que era vivir en la ciudad.

La flexibilidad del trabajo “online”, ocupó todos los espacios y todas las horas, e impuso la tiranía de la libertad de horarios, aunque aún así, nosotros encontrábamos algún hueco para disfrutar de la libertad de vivir en el campo, para salir a contemplar el acantilado los días que no llovía o para cortar un césped que crecía como si algún malvado brujo lo hubiera condenado a crecer sin medida.

Foto: Hacienda Harberton (Argentina)

18/05/2016

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