Relato que empieza queriendo tener un tinte de realismo mágico, pero se queda en una especie de cuento fantástico.
Se despidió en silencio, con un simple roce al estante, con una mirada desde la puerta. Cerró de portazo y enfiló calle abajo dirección Cuatro Caminos, hasta alcanzar la Castellana. Era su trayecto diario: cincuenta minutos andando hasta llegar a la Biblioteca Nacional. Le gusta caminar y mirar, lo observa todo como si lo viera por primera vez, como si descubriera un mundo en el que sólo está ella.
Le toca turno de noche. Es un alivio evitar las horas de insomnio en la cama, las pesadillas, las vueltas sin fin sobre sí misma. A las dos, tres horas de sueño habituales en los últimos tiempos, le sigue el continuo trasiego por la casa moviendo y removiendo cajas y libros que se acumulan por todas partes. Y los vecinos se acaban quejando, con razón, de tanto movimiento en horas intempestivas. Mejor trabajar por la noche.
– Buenas noches, Juan.
-Buenas noches, María, ¿cómo va todo? – respondió Juan, con la esperanza de que por una vez después de tantos años trabajando juntos, María cruzara con él algo más que un saludo. Quizá esperaba un imposible: una respuesta.
Se resistió hasta el final a entrar en aquella sala, y sin embargo, había evitado a las compañeras del turno para limpiar allí ella sola. Sabía que la esperaban, no las podía evitar. Estaban todas allí de nuevo, unas en torno a sus lámparas y a sus libros, otras simplemente esperando, como habían hecho siempre desde que las escribieron. Pálidas, ingrávidas, no hablaban, no se miraban.
Entró empujando el carro, y empezó a limpiar por el extremo más lejano a la puerta queriendo evitar las miradas, de espaldas a ellas. Seguían sus movimientos, no le quitaban los ojos de encima, leían todos y cada uno de sus pensamientos. En algún momento tendría que enfrentarse a ellas.
No tardó en llegar la súplica que tanto temía, ¿cómo sabían su nombre?, ¿cómo sabían tanto de ella? ¿cómo sabían las palabras justas para ablandarla, para conseguir de ella lo que querían, para doblegarla?.
– No, no lo voy a hacer, esta vez no lo vais a conseguir -respondió enfadada a la primera súplica de la mujer que se le había cruzado en la puerta- sólo os aprovecháis de mi, y después todo son problemas, nunca os conformáis con nada, siempre pedís algo más. Me utilizáis y os hacéis las dueñas de todo. Esta vez no lo vais a conseguir. ¡Dejadme en paz!.
– ¿Te pasa algo María?, he oído voces –preguntó Juan desde la puerta de la sala, intentando mantener abiertos los ojos en las primeras horas del turno, siempre las más difíciles para resistir el sueño.
– No te preocupes, se me han caído los bártulos del carro y he estado maldiciendo. Perdona, no pensaba que se escuchaba tanto- le contestó a Juan nerviosa, atusándose el uniforme- ya casi acabo aquí.
Esperó el cierre de la puerta y a que desaparecieran los pasos en el corredor y siguió discutiendo en voz baja, rebatiendo súplicas y dejándose ablandar por argumentos que la envolvían y acababa acogiendo como propios.
El resto de la noche fue tranquila; el silencio de los grandes pasillos se rompía de forma intermitente, únicamente, por el sonido de las radios de algunas compañeras.
Después, simple rutina; vestuario, risas y chascarrillos de las compañeras acostumbradas al silencio eterno de María.
– Hasta mañana, Juan.
– Buenos días, María. Hasta mañana. Que tengas un buen día
Nada más traspasar el portón, palpó su bolso, apretándolo contra su cuerpo, aferrándose con fuerza a él. Necesitaba asegurarse de que estaba allí.
– Ya estamos fuera. Tranquila, ya estás libre – susurró comprobando que nadie la miraba.
29/05/2016
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