Acostumbrada a una vida similar a la de los hurones, cuando escucha el timbre, Paca contempla seis opciones de probabilidad que tiene clasificadas según frecuencia: que se trate de una vecina o vecino en busca de algún ingrediente indispensable ese preciso día, que olvidó comprar o dió por seguro en la despensa; que el cartero excepcionalmente (solo ocurre un par de veces al año) necesite de su firma; que en su ronda mensual la pareja de las Testigas de Jehová se dignen a visitarla; que un vendedor a puerta fría se arriesgue a intentar venderle algo; que algún pedigüeño aspire a su caridad, o por último en su orden, que las mujeres de la comisión de fiestas de la calle la visiten para pedirle su aportación a los festejos a cambio del cirio para la procesión. Para cada una de estas situaciones, Paca ha elaborado rígidos protocolos de respuesta, de modo que la interferencia en su vida cotidiana sea lo más breve posible, sin que ello suponga menoscabo en sus recursos, descrédito para su imagen de señora educada, ni participación alguna en la vida local.
Cuando sonó el timbre, a eso de las doce de la mañana, Paca, como siempre, levantó la ceja derecha, miró a su alrededor, se frotó las manos, y puso en orden su repertorio de respuestas para las visitas molestas e intempestivas.
Tomó aire y armándose de valor, bajó tranquila los escalones que la separaban de la puerta. Hizo acopio de paciencia y dominio de la situación, ensayando cada una de las respuestas, con sus frases y sus gestos correspondientes, que a base de tiempo había conseguido memorizar. Su estrategia no fallaba nunca.
-Buenos días señora soy voluntaria de Cruz Roja, venía a ofrecerle lotería del sorteo del oro que se juega en julio, para que pueda usted colaborar socialmente a la vez, ver recompensada su colaboración con una fortuna “Poco por muchos” -Le disparó a quemarropa su argumentario una joven con una sonrisa encantadora, embutida en un chaleco rojo, con una cruz blanca pintada a la altura del pecho y la identificación de la ONG colgada al cuello.
Paca se quedó callada por unos segundos, por mucho que intentaba echar mano a su repertorio de respuesta, no encontraba ninguna específica para la ocasión. Nunca había contemplado la situación de que la misma suerte viniera a buscarla a su casa, a guiñarle el ojo a su misma puerta de esa forma tan contundente y tan directa. Dudó durante unos segundos, notó el sudor en las palmas de la manos, como siempre que algo le generaba cierto grado de ansiedad. No se iba a dejar embaucar. Optó por su principio infalible: ante la duda siempre responder NO, un no redondo, sin medias tintas, rotundo. Eso siempre marcaba claramente su posición.
-Lo siento mucho señorita, no acostumbro a comprar nada a domicilio, mucho menos participar en juegos de azar. No soy mujer de vicios.
Pero la joven no se dejó arredrar fácilmente, estaba entrenada para vender, confiaba en su sonrisa y en la facilidad de ablandar el corazón de cualquier mujer, hablándole de niños y desgracias. Y había percibido el instante de duda de Paca. Sólo tenía que insistir un poco y se cobraría la pieza.
-Son sólo cinco euros. Una pequeña aportación para una gran causa: ayudar a los más desfavorecidos: niños en casas de acogida, refugiados, victimas de guerra. Y no sólo en países extranjeros, también en nuestro país. Las necesidades son inmensas. Son cinco euros, y el premio es una auténtica millonada en oro. Ahora que además el oro está por las nubes. ¿En serio no me va a comprar el boleto? Por cinco euros solo tiene ventajas.
El malestar ante la insistencia exasperante de la joven, acabó superando las dudas que habían asaltado a Paca, fruto de imaginar el brillo del oro que se le ofrecía. Decidió aplicar la solución infalible: cortar por lo sano, con rotundidad, con tono distante, sin opción a replica.
-No tengo más tiempo para dedicarle. No quiero ser millonaria, no quiero ayudar a nadie. Quiero cerrar la puerta. Adios. – Y cerró sin esperar a ver la cara que le quedaba a la voluntaria.
Paca, satisfecha giró sobre sus talones dispuesta a retomar la tarea que le habían interrumpido: leer, como hacía todos los lunes del año de diez y media a doce de la mañana. No quería dar más importancia a la inesperada visita. Tampoco a la posibilidad de que realmente la suerte hubiera llamado a su puerta. ¿Y si realmente el boleto que le ofrecían fuera el premiado? No era supersticiosa, ni creía en nada que superara su racionalidad. ¿No es esa la trampa de la lotería, creernos con derecho a que nos sonría la fortuna? El que más y el que menos siempre teme rechazar su propia suerte.
Justo cuando se disponía a abrir de nuevo el libro que leía “Nada” de Laforet, para ser más concretos, por la ventana entreabierta se coló un pájaro. Sobrevoló el salón, e hizo varios círculos sobre la cabeza de Paca evitando hábilmente ser abatido por los manotazos que la mujer lanzaba a lo loco. Cuando el pajarillo volvió a salir a la calle a través de la rendija, Paca se había quedado petrificada. Aquello no podía ser más que una señal. Y la pillaba desprovista de la respuesta necesaria. Sudaba copiosamente, presa de una ansiedad desconocida hasta entonces. La incerteza la desquiciaba.
Sin acertar a colocar el marcapáginas en la última hoja leída, poseída por una repentina prisa, contra su costumbre, lanzó el libro al suelo, cogió del perchero una chaqueta y el bolso, y salió de la casa corriendo sin dejar de darle dos vueltas a la llave. Tenía que encontrar a la joven de la Cruz Roja antes de que vendiera su boleto. Tenía que recuperar la suerte que había llamado a su puerta. No podía estar lejos, apenas habían pasado unos minutos. Corrió la calle, y buscó en la siguiente, y siguió corriendo y preguntando por el barrio. La gente la miraba extrañada. No la reconocían perdiendo la compostura de aquel modo, en aquel estado de agitación. Quizás simplemente no la reconocían.
De golpe se desató la tormenta, aunque el cielo llevaba encapotado y amenazando con explotar toda la mañana. Parecía dispuesto a dejarse caer en miles de gotas gordas disparadas como balas en todas direcciones. Paca paró su carrera alocada cuando sintió la primera gota taladrándole la cara. No soportaba la lluvia. Con las prisas no cogió paraguas, no tenía previsto que pudiera llover. Mojarse en la calle era demasiada improvisación para ella. El agua le habló: ¡deja de correr, te estás poniendo en ridículo! ¡Maldita suerte, siempre esquiva!
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