UNA EMOCIÓN, UN SUSTO, UN MOTIVO ¡QUIZÁ SOLO YOGURES!

ypgures

Cuando el aburrimiento ataca, lo mejor es aferrarse al carro de la compra y salir en busca de todo aquello que pensemos que nos puede ser necesario en algún momento. O quizás ni eso. Comprar de forma compulsiva también es un modo de rebeldía: contra nosotros mismos, contra nuestra cartera, contra el medio ambiente, contra la báscula, contra la competencia, contra la pareja, contra el tiempo, contra la razón. ¡Quien sabe contra cuantas cosas!.

Me gusta seguir los consejos de mi vieja amiga Astrid. No quiero decir que ella esté cargada de años y achaques, simplemente que son muchos los que me obsequia con su amistad: es recomendable utilizar carro en vez de bolsa, para garantizar que ni peso ni espacio pueden limitar el tiempo de paseo y nuestra capacidad de acaparar. Déjate fluir entre estantes, carnes, pescados, verduras, latas de conservas… siempre surge algo.

Tengo que reconocer que me pone especialmente el sector de refrigerados, en concreto el área de lácteos y yogures. Vuelvo allí una y otra vez, pese a mi intolerancia a la lactosa.  Aunque creo que, en el fondo siempre regreso, buscando una aventura, una emoción, un susto, un motivo. ¡Quizá solo yogures!

Aquel día llegué, como tantos otros, dispuesta a comprar sólo lo más urgente. Entre estantes, tiraba de la cesta como buey amarrado a su yugo, despacio, cansada, harta.  Él estaba allí, frente a los frigoríficos de los lácteos. Quieto, apenas parpadeaba mientras recorría con la vista los estantes repletos de productos y colores. Por tirarle una edad, hubiera dicho que rondaba los cuarenta y cinco. Recio, moreno, rasurado, bien vestido: vaquero, sueter, zapatos Martinelli y mochila de piel. Tras él la cesta del supermercado vacía, paciente y hambrienta.  Mecánicamente se retiraba unos pasos hacía atrás, cada vez que alguien abría las puertas de cristal para coger algún producto. Después avanzaba unos pasos, para retomar de nuevo la posición que había abandonado educadamente unos segundos antes.  Y así una, dos, tres, tantas veces como compradores abrían aquellas puertas.

Me quedé quieta junto al estante del café y las infusiones, mirándolo,  absorta. A los pocos minutos, los mismos que alguien tardó en intentar coger un paquete de café del lineal, me encontré repitiendo los movimientos del hombre de los vaqueros. Atrás, adelante. Una, dos, tres, tantas veces como compradoras de café se acercaron. Temí que se diera cuenta de la indiscreción con la que le miraba.  Temí que se fuera. Temí que apareciera cualquier conocida con ganas de conversación.

Cambié de lineal, para seguir mirándolo y disimular mi interés. La escena se repitió inexorablemente tras el estante de los panes embolsados y las magdalenas. No hubiera imaginado nunca que tanta gente consumiera biscotes y costrones, si no hubiera sido por todas veces que tuve que retirarme unos pasos, para volver a colocarme después en la misma posición.

No sé cuanto tiempo estuve así, observándole, siguiéndole con la mirada y con el propio movimiento de mi cuerpo. No sé cuanto tiempo tardé en atreverme, en colocarme a su lado y acompasar mis pasos, atrás y adelante, a los suyos.

Intenté adivinar en qué producto había posado sus ojos, abrí la puerta de cristal, por la que se escapó una vahada de aire frío que agradecí, y cogí uno de aquellos recipientes.

– Por favor, me he dejado las gafas de vista en casa ¿le importaría leerme la composición de este yogur?  Lo dije sin moverme, sin cambiar de posición, sin dejar de mirar al frigorífico, sin invadirlo con mi mirada.

– Por supuesto, sin problemas, será un placer. Respondió él, también sin mirarme, sin apartar la mirada del frigorífico. Y empezó a leer aquella etiqueta de color azul y letras diminutas, despacio, con voz firme e intensa pero queda. Como si aquello que leía resumiera la esencia misma de la vida.

Coloqué aquel yogur en el hueco del que lo había cogido. Pasados unos minutos, cogí otro y se lo entregué, y él volvió a leer de la misma forma, modulando su voz, dando a cada ingrediente a cada cantidad su importancia. Ni más, ni menos.   Y así un producto tras otro dejando apenas un intervalo de tiempo entre ellos, o unos pasos hacia atrás y hacía adelante cuando alguien interfería en aquel ritual que oficiábamos con la vehemencia de quien descubre un mundo que se revela inexplorable.  Perdimos la noción, del tiempo, de las horas de los yogures leídos. Tal vez cientos.

– Me van a tener que perdonar, pero hace unos minutos que hemos cerrado el supermercado y necesitamos que vayan saliendo.  Fue una joven uniformada la que nos habló mientras se colocaba junto a nosotros intentando averiguar, qué despertaba tanto interés en aquel frigorífico.

Fui yo la primera en dar unos pasos atrás. Pronuncié un sonoro ¡gracias!  y arrastré mi cesta vacía hasta la salida.  Él siguió allí unos minutos más.

Una vez a la semana me aferro al carro de la compra, salgo a buscar una aventura, una emoción, un susto, un motivo. ¡Quizá solo yogures! ypgures

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