
Antón vivía para perseguir sus sueños. La vida le había enseñado que nada sale gratis, que siempre hay que luchar por lo que se quiere, que con lucha todo se alcanza.
No era hombre de conformarse fácilmente, de rendirse antes de intentar algo, una, dos o las veces que hiciera falta. Si consideraba que podía conseguir lo que pretendía, se lanzaba a ello sin descanso.
Antón ¿por qué te empeñas en eso?, escuchaba a menudo, especialmente cuando su obstinación empezaba a rozar lo obsesivo.
La realidad es que pocas cosas se le resistían. A fuerza de insistir había ganado fama de inaccesible al desaliento, aunque la mayoría de convecinos, simplemente lo consideraban un auténtico cabezón, una apisonadora, capaz de arramblar con todo lo que se interpusiera entre él y sus objetivos. Le reconocían eso sí, la lucidez y el acierto de fijar sus deseos sólo en aquello que él encontraba la certeza de conseguir. Algunos podrían pensar equivocadamente que era un hombre de corto alcance, pero en realidad, lo suyo era puro sentido práctico: querer y perseguir aquello que se puede conseguir.
¿Y ahora? Ahora vamos a por más. Alcanzada una estrella, Antón, buscaba y se embelesaba con la siguiente hasta que la conseguía, y así la siguiente, y la siguiente… De una en una, como le gustaba decir a él. Vivía para ello y era absolutamente insaciable
Pero lo de Marcela fue diferente.
Marcela llegó al pueblo en uno de esos contingentes de peones agrícolas con contrato en origen que el estado firmó con terceros países, para entre otras cosas, intentar frenar la despoblación.
Despierta e inteligente, a la legua se le veía dispuesta a comerse el mundo. Tardó exactamente tres meses en salir del terruño y entrar de empleada en la fonda como chica para todo. Se ganó rápidamente el respeto y la consideración de clientes y patrones. También el de Antón.
Algo fuera de su control, confundió a Antón al centrar su foco en ella.
No te confundas Antón, tú y yo, sólo podemos ser amigos. Vine para volver. Tengo mi familia allá. Aquí no hay, ni va a haber nada que me retenga. Sólo estoy aquí para sacar adelante a los míos. Si entiendes esto, aquí tienes una amiga, si no, ¡viento!.
Pero el viento que Marcela se empeñaba en aventarle, lejos de hacerle desistir, Antón lo usaba para tomar impulso. Aquella estrella tenía algo que la hacía diferente. Todo le llevaba a ella. Día y noche.
¿Te has enamorado Antón? No, no es eso.
Esta vez, lo que le tenía atrapado el entendimiento era desear lo que no tenía la certeza de conseguir. Era un sentimiento nuevo para él, que lejos de hacerle desistir lo espoleaba hasta el extremo de hacerle perder el control.
Deja tranquila a Marcela, no te hagas pesado, la chica ya te ha dicho que no quiere historias con nadie ¿Por qué te cuesta tanto entenderlo? ¡déjala en paz!¡la estás agobiando!
Lejos de vivir el tiempo como el aliado en el que siempre había confiado, Antón empezó a identificarlo como la razón de que no alcanzara los resultados que buscaba, de que todavía no hubiera atrapado la estrella perseguida. El sentimiento de cansancio, no es buen amigo de las grandes gestas, debilita, nubla el horizonte y lleva a cometer errores. Pero Antón experimentaba el cansancio como señal de que lejos de desistir, tenía que intensificar sus esfuerzos.
¿Me estás ofreciendo dinero? ¿Crees que soy una puta? Y la última palabra retumbó en la mirada de todos los que estaban en la fonda sacándolos del sopor de la hora de la siesta. Nadie escuchó una palabra de disculpa.
¡Te has pasado! Te has equivocado mucho Antón. ¡Déjalo ya!
Fracaso no era una palabra que él entendiera, o peor, simplemente carecía de las herramientas para gestionarla. Estaba seguro, de que de una manera u otra, conseguiría a Marcela y no estaba dispuesto a perder más tiempo. Aquello le estaba desesperando. ¡Ninguna estrella merece tanto tiempo!.
Fue a buscarla.
¡Suéltala Antón o te pego un tiro!¡Suéltala!. Desde la puerta, en la oscuridad, el patrón de Marcela le apuntaba aferrado a una escopeta de caza. Él supo que dispararía.
Marcela, cargó la maleta en el taxi.
Esta vez has fracasado ¡imbécil, escuchó Antón en el portazo.
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