JAQUE MATE

Ajedrez

Blanco, negro, blanco, negro.

Salió de la tienda llevando bajo el brazo un ajedrez nuevo, envuelto en papel de regalo, y caminó tranquilamente por una ciudad que cada vez le resultaba más ajena. Decidido a jugar su última partida, la definitiva, ya no tenía ninguna excusa para seguir evitándola. Todo lo demás no importaba.

Colocó el tablero cuidadosamente sobre la mesita baja, procurando que ocupara el centro de un salón que bien parecía la celda de un monje, vacía de adornos, triste, con apenas cuatro muebles, las paredes blancas, desnudas. Las persianas a medio bajar frenaban la luz que afuera luchaba por entrar a raudales.

Sólo uno de los dos puede quedar en pie, matar o morir, no hay más opción –se dijo en voz baja- El día tenía que llegar, y ya está aquí. Quizá he sido yo el que ha prolongado esta agonía más de lo necesario. No es momento de lamentos, ni de liarse en otras historias. Has esquivado la confrontación todos estos años, te has dejado avasallar, has preferido callar y dejártelo robar todo.  Todo y a todos. ¿Cuánto tiempo hace que no juego?. La vida no es más que una partida de ajedrez, y nosotros simples piezas.

Sentado frente a la mesa, en penumbra durante horas celebró una liturgia en la que todos los gestos parecían estar ensayados hasta en los más mínimos detalles. Su liturgia. Cada figura en el tablero representaba a uno de los actores involuntarios que participarían en aquella última partida. Unos, meros peones, sin posibilidad de decidir, de resistirse, destinados únicamente a romper la línea del contrario, parar y dar golpes,  como la inmensa mayoría de los mortales. Torres, caballos, alfiles, los reservaba para aquellos a los que atribuía mayor afinidad en aquella batalla con el rey contrario.La reina,  el flanco más débil de su rival, quizás inocente, pero compañera necesaria del miserable al que se enfrentaba por última vez.  Lo sintió por ella.

Le dio la vuelta al tablero, y repitió el ritual, pero esta vez con sus piezas. Él jugaría a negras. Las colocó, las acarició durante un largo rato, lamentando arrastrar a aquella situación a tanta gente a la que apreciaba. Le dolía alistarlos en su ejército particular, sabiendo que muchos de ellos, no sobrevivirían. La culpa ya hacía mella en él. No podía demorarse.

Dio un último repaso al tablero. Miró una a una las piezas blancas, sin aprecio, reconociéndolas en el jaqueado, con el respeto debido al ejercito contrario. Nombró con cariño a cada una de las negras, las suyas, agradeciéndoles su lealtad una vez más.

Y se decidió a librar la partida, sin prisa, sin improvisar, controlando todos los movimientos. Sólo tenía que mover las piezas a su antojo.

Blanco, negro, blanco, negro.

16/05/2018

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