A poco que cambiemos algo en el relato de un hecho histórico, cambia la historia llevándonos por nuevos derroteros. El ejercicio consiste en cambiar la historia: si Rosa Parks se levantó ¿Qué dejó de pasar, qué pasó entonces?.
Cuando Rosa subió y no respondió a mi saludo pensé que algo no iba bien.
Se encaró al bueno de Thomas y protestó porque el autobús anterior no había realizado su parada. El malencarado de Luis, al que todos conocíamos de sobra, había pasado de largo burlándose de las personas que pacientemente esperaban su llegada. No era la primera vez.
Rosa compró su billete, pero no bajó del autobús para subir por la parte posterior.
– Mamá, ¿por qué Rosa se ha sentado en los asientos de delante?
– No lo sé cariño, cállate, intenta dormir un poquito.
Noté cómo mama me estrechó contra su cuerpo como si quisiera protegerme de algo. Los pasajeros de las últimas filas se miraron nerviosos. También Thomas miró por el retrovisor a la vez que aceleraba, bajando rápidamente la vista al volante para disimular lo que había visto. Viajamos en silencio un buen trecho en el que quise correr a saludar a Rosa, pero mamá no dejó que me moviera de mi asiento.
Era una noche templada, sin embargo, un repentino calor parecía invadir el vehículo, o eso pensé yo, pues todo el mundo intentaba despejarlo de una u otra manera: igual se abanicaban con lo que llevaban a mano, que se secaban el sudor, o pegaban resoplidos. Y sin embargo mamá seguía apretándome contra su cuerpo.
En la parada siguiente Thomas se quitó la gorra y empezó a frotarse la calva como si quisiera ahuyentar algo que yo desde mi asiento no podía descubrir pero que seguro tenía algo que ver con alguien que subía por la escalerilla del bus.
Un señor grande con una camisa de colores imposibles se acercó a Rosa y la miró con cara de asco.
– Levántate.
– No -le contestó Rosa con un monosílabo seco y rotundo.
– ¿Qué has dicho?
– Que no, que no me voy a levantar, que no me quiero levantar.
El hombre grande miró a Thomas que en ese momento soltaba ya el volante para ponerse en pie.
– Señor, tiene varios asientos libres, por favor ocupe uno de ellos –le dijo Thomas en tono conciliador.
– Quiero sentarme en ese asiento – dijo señalando el lugar que ocupaba Rosa.
Thomas siguió frotándose la cabeza:
– Rosa, sabes que no te puedes sentar ahí, tienes que cederle tu sitio, no me obligues a llevar el autobús a la policía, sabes que te detendrán – le hablaba tan bajito que parecía que le estaba pidiendo un favor.
– He dicho que te levantes, ¡negra! ese no es tu sitio – gritó el señor de la camisa de colores levantando la voz para que le escucháramos mejor.
– No, no me voy a levantar – contestó Rosa, de una manera que yo nunca le había escuchado.
Thomas dejó de frotarse la cabeza, se caló la gorra y volvió al volante. Aceleró y condujo despacito para llevarnos a la comisaria, aunque nadie había pedido ir allí.
– Por qué le habla así ese señor a Rosa – le pregunté bajito a mamá, que sólo me besó la cabeza y me siguió apretando.
Los pasajeros de las filas de delante protestaban y hablaban mal de Rosa. Los de las filas de detrás sólo callaban y seguían sudando.
Cuando ya estábamos llegando a la comisaria, Rosa se levantó inesperadamente y vino a sentarse con nosotras. Lloraba despacio y mamá también la abrazó a ella.
Thomas, aferrado al volante, le lanzó una mirada de agradecimiento y aceleró dejando atrás la comisaria.
La noche comenzó a refrescar en los asientos traseros.
6/06/2016
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