EL CARMEL

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Salió disparado del despacho nada más recibir el aviso: accidente en las obras del Carmel, la policía  ha acordonado la zona, riesgo de colapso de viviendas, orden de desalojo, el grupo de emergencias debe desplazarse a la zona.

Los compañeros se extrañaron al verlo correr. No era normal en el hombre que pregonaba con el ejemplo la máxima “no hagas hoy nada que puedas hacer mañana, y si puedes evitar hacerlo mejor”. No gozaba de las simpatías del grupo, porque no había hecho nada para ganarla, ni la de nadie que se acercara a su mesa con una mínima expectativa de que resolviera el asunto que le llevaba hasta allí.

Un cúmulo de malos augurios lo persiguieron en tromba, mientras corría a la salida para buscar el coche que iba a trasladar al equipo. Le vino de golpe la imagen del expediente que había estado demorando durante semanas y la cara de los vecinos a los que había dado largas día tras día. Lo habitual durante tantos años en un trabajo que le aburría y le molestaba a partes iguales  y al que procuraba no dedicar más energía personal de lo que era estrictamente necesario, que generalmente respondía a la presión de sus superiores por quejas de los usuarios respecto del servicio.

– ¿No era vecina del Carmel la señora que venía todos los días a tu despacho? –preguntó sonriente uno de los técnicos que compartían el vehículo.

– Si, eso creo –Respondió Manel, cortando de raíz cualquier atisbo de conversación.

Mientras se acercaba, notó cómo su cuerpo se erizaba por completo, al divisar pegada a la valla a aquella mujer que se había convertido en su pesadilla cotidiana. Lola Leal. Le espetaba todos los días la amenaza que se cernía sobre las viviendas del Carmel, le requería una visita de inspección, le suplicaba que pararan las obras y se marchaba todos los días con la misma respuesta “las obras competen a Generalitat, si hubiera algún peligro ya estarían paradas”.   Y ella volvía al día siguiente y se repetía la misma escena y antes de marcharse le recordaba su incompetencia y su desidia.

Intentó esquivar su mirada, pero ella ya le había visto:

– Hombre, el señor arquitecto, ¿usted por aquí? ¿qué?, ¿ha pasado algo, o vuelvo mañana? – le gritó desde detrás del cordón blanquiazul que limitaba el paso.

La miró sólo unos segundos y supo que su futuro iba a tener que ver mucho con ella.

Lola  siguió a Manel a lo largo del perímetro del socavón y  hasta los edificios que estaban desalojando,  atrayendo todas las miradas de la muchedumbre que se había congregado en la plaza.

– ¿Te acuerda de mi o te refresco la memoria? – siguió gritándole mientras lo seguía – ¿Te ha tocado venir?, mala suerte, con lo a gustito que estás tú en tu despacho.

A Lola se le amontonaban en la garganta toda la rabia y la desesperación de quién no puede evitar que se cumpla su profecía.  Primero se escucharon aquellos ruidos que salían de las entrañas de la tierra,  después aparecieron las grietas, y ahora ese agujero que no deja de crecer y acabará engulléndolo todo si alguien no lo remedia.  Y así un día tras otro, sin que nadie le hiciera caso.

– Si pierdo mi casa te mato, inútil – le gritó una y otra vez.

Detrás de ella, su marido, con los ojos enrojecidos, la cogía por los hombros, intentando aplacar su ira, como hacía siempre.

Aquel agujero ya había empezado a engullirlos.

27/02/2017

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