Lo cotidiano nos regala todos los mimbres para el relato.
Los primeros años de la jubilación, fueron los mejores de mi vida. No es que no disfrutara de mi trabajo, ¡vaya si disfrutaba trabajando!, pero es un privilegio tener todo el tiempo para ti, decidir qué haces cada día, viajar, vivir sin prisas, levantarte cuando te apetece. Y todo eso sabiendo que a finales de mes te ingresan una pensión de la que no te puedes quejar porque te permite vivir sin apuros.
No me deprimí, como le pasó a muchos de mis amigos, incapaces de reconocerse a ellos mismos fuera de su espacio de trabajo. Dicen que el trabajo configura nuestra identidad, y es verdad, pero a ellos parece que simplemente les robó la suya. No se encontraban, vivían en una queja continua. Una pena.
Yo desde el minuto uno empecé a disfrutar la vida a sorbos largos: tenía demasiadas cosas pendientes para quedarme quieto. Hay aficiones que no te las puedes plantear cuando estás levantando una familia: no tienes tiempo, dinero, ni ganas a veces.
Fue un golpe la muerte de Felisa, mi mujer, porque con ella lo compartía todo, y todo lo disfrutábamos juntos. Pero no me achiqué, a ella no le hubiera gustado que me rindiera y me viniera abajo. Yo seguí disfrutando.
Pero la fiesta no es eterna.
Un ictus, llevó a Roque del disfrute de su jubilación, a soportar una repentina minoría de edad que le atribuían sus hijas y el personal de la residencia, como consecuencia inmediata de haber perdido la autoridad sobre sus extremidades y sobre sus propias palabras, lentas, a veces arrastradas, cada vez más escasas.
Por primera vez se sentía rendido, dependiente, incapaz de gestionar su vida, su propio cuidado, de realizar las tareas más habituales, incapaz de valerse por sí mismo, de mantener la dignidad con la que siempre había vivido.
Fuimos nosotras las que nos empeñamos en que viniera a la residencia. Ya no se apañaba solo en casa. Nos intranquilizaba que le pasara algo en la noche, en el baño, que se tomara las medicinas a su hora, que comiera bien, que estuviera solo. Él no nos quería rondando por su casa a toda hora, nos despachaba a la primera de cambio. Siempre ha sido muy autónomo, y no le ha gustado molestar. Si, nos quedábamos más tranquilas y él no se negó. Ahora pienso que aceptó porque no quiso disgustarnos.
Al principio le veíamos bien, tranquilo. Tenía siempre alguna anécdota para contarnos de él o de los compañeros, y bromeaba con el hecho de que la residencia estuviera justo enfrente de una fábrica de ataúdes, y que para más “inri”, se llamara “Divina Aurora”. Nos decía que algún día se acercaría a elegir el modelo que más le gustara para evitarnos ese trabajo a nosotras. Nos organizamos para venir a verle todos los días, porque en estas últimas semanas lo veíamos taciturno, enfadado a veces, siempre sentado en la puerta, solo, como obsesionado con algo. ¡En qué mala hora!.
Estoy harto de tanto camión y tanto ataúd. Es como si nos refregaran la muerte por la cara a todas las horas del día. Nosotros aquí en la puerta, al sol, y enfrente preparando el envoltorio para despedirnos vaciándonos los bolsillos por última vez ¿la quiere usted de pino o de caoba?, ¿Con crucifijo o sin crucifijo?, ¿redondeada o recta? ¿en raso o en seda?…
No soporto más el continuo castañeteo de la grapadora cosiendo los forros a la madera; el repiqueteo de la atornilladora en la madera, el olor del adhesivo. No soporto la alegría de los operarios cuando salen a la calle con su bocadillo envuelto en papel albal y se sientan en corro a almorzar y nos saludan y ríen y comen como si la muerte no fuera con ellos.
No me resultó difícil salir de la residencia ¡para eso se inventaron las puertas de emergencia y la escasez de personal en la noche!. A mi ritmo. Tampoco lo fue acercarme a los depósitos con la botella de gasolina, el mechero y unos trapos.
La deflagración reventó la noche. Las llamas se veían desde todos los ángulos de la ciudad. El fuego se extendió rápidamente de los depósitos de los químicos a la nave colindante. Cuando llegaron los bomberos, en apenas cuestión de minutos, las astillas encendidas de los arcones saltaban al cielo como estrellas en fiesta.
Roque estaba en el jardín cuando el personal del turno de noche alcanzó la calle. Solo, sentado frente a la puerta de entrada, en silencio miraba y sonreía con los ojos joviales del niño que saborea su travesura, como si disfrutara de su última mascletá.
14/08/2018
Deja una respuesta