TAN FELIZ

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“Hay que volver a poner al hombre los pies sobre la tierra. Y para la mujer la tierra es la familia. Por eso, además de darles a las afiliadas la mística que las eleva, tenemos que apegarlas con nuestras enseñanzas a la labor diaria, al hijo, a la cocina, al ajuar, a la huerta, tenemos que conseguir que encuentre allí la mujer toda su vida y el hombre todo su descanso”.

Pilar Primo de Rivera.

Aquellos días no habían sido especialmente alegres en la casa. No había motivo para fiestas. El regreso a casa de Candela, una vez más, los enfrentaba  a todos a sus miedos y a sus impotencias. Nada había resultado como habían soñado.   El silencio se había instalado entre ellos como una carga que se agrandaba cada vez que intentaban ponerle palabras a lo que estaban pasando y a lo que temían iba a suceder. Los tres sabían que aquellos días sólo eran la calma que precedía a toda tormenta y que la tormenta no iba a tardar en llegar como pasaba siempre.

La noche antes Manuel había ido a buscarla. No le habían abierto. Solo quiero hablar Candela, perdóname, vuelve a casa, vente conmigo, repitió una y otra vez pegando la cara a la puerta, como si quisiera atravesarla. Primero en tono de ruego y poco a poco a pleno grito maldiciendo, dando golpes y soltando una amenaza tras otra, un insulto tras otro como hacía siempre. Desde adentro, apenas escuchó a Paco:

– Manuel, vete de aquí, déjanos en paz, Candela no se va a ir contigo.

Los vecinos asomados a las ventanas y al rellano mezclaron sus quejas y sus gritos con los de Manuel, cállate ya de una vez, no eres un hombre, cabronazo, malaje ándate para tu casa y deja en paz a las buenas personas.  A fuerza de repetirla, aquella escena se había convertido en habitual para los vecinos, acostumbrados ya a los gritos y a los golpes de Manuel.

Muchos de ellos conocían a Candela desde que era una chiquilla, aunque de ella no quedaba ya ni su sombra, mucho menos aquella belleza que había paseado por el barrio hasta que salió de allí para casarse con aquél que todos creyeron un buen partido. La familia de Paco era una buena familia del pueblo, y no, no se merecían lo que les estaba pasando.

Candela pasaba las horas muertas encerrada en la que había sido su habitación, recordando el día en que había salido de ella, tan radiante, tan preciosa, tan de blanco, tan convencida de haber encontrado su media naranja, tan feliz.  Recordó a los vecinos entrando y saliendo para verla, a las amigas ruidosas que le pusieron aquella liga preciosa de puntilla, con el lacito azul, a su padre cuando se asomó a la puerta con la cara más dichosa que le había visto nunca, con aquel traje azul marino que le había hecho a medida el sastre y a su madre agobiada, con la permanente recién hecha y con el collar de perlas de las celebraciones y metiéndoles  prisa a todos. Y recordó a los tíos, a los amigos y a Manuel.

Repasó una tras otra todas las fotografías que seguían sobre la cómoda como si el tiempo y la vida no hubieran pasado.  El espejo le devolvió la imagen de una mujer joven, rubia, con bolsas bajo unos ojos hinchados y una pena inmensa que lo ensombrecía todo y que le preguntaba cuánto tiempo hacía que lloraba, por qué desapareció el sueño, qué había pasado para que el hombre guapo, alto, amable, buen partido con el que se había casado, para envidia de sus amigas, hubiera acabado siendo ese dolor, esa pesadilla.  Le preguntó cuándo le dejó pasar el primer golpe, cuándo quiso ponerse todavía más bonita para él, cuántas veces se había dejado abrazar después de cada paliza, después de cada insulto, después de cada perdóname no sé que me ha pasado no lo volveré a hacer más, te quiero más que a mi vida. Le preguntó cuándo empezó a vivir con miedo y cuándo el miedo se fue a vivir con ella definitivamente, qué insulto fue el primero, qué golpe fue el que más le dolió. Le preguntó de dónde sacó las fuerzas para escapar de él, para buscar el refugio de los suyos una, dos tres veces. Y las tres para tener que volver.

No, no hizo un buen negocio mi hija con el Manuel.  Nos matamos para darle lo mejor a la niña, para que llegue este desgraciado a hacernos la vida imposible. Y parece que esto no va a acabar nunca. Y no es sólo la Candela, es que a mi Paco me lo está matando de pena, de disgusto, de rabia. Que miedo me da mi Paco, que es más bueno que el pan, pero lo veo que no es él, que como siga así  la cosa y se arranque  es capaz de hacer cualquier cosa,  que a su chiquilla no se la toca nadie.

A Maruja se le puso un nudo a la garganta y se le agolparon las lágrimas  al pensar que había sido ella la que convenció a su hija para que volviera a casa con su marido después de la primera paliza. Aguanta hija, aguanta, Manuel te quiere, no se lo tomes en cuenta, ya te ha pedido perdón, ha venido llorando a por ti, tuvo un mal día y tu tampoco es que supieras quitarle hierro a la cosa, las cosas no siempre son como nos gustaría. ¡Qué idiota!.

–  Candela, sal que ya ha llegado tu padre, vamos a comer.

Se sentaron a la mesa silenciosos, apenas se escuchaba el parte de la radio y el ruido de las cucharas.

– He ido a hablar otra vez con el abogado. Le he dicho que si es cosa de dinero que no se preocupe, que lo sacaremos de donde haga falta, pero que tiene que acelerar los dichosos papeles de la separación, que así no podemos seguir, que da lo mismo si el animal de tu marido se queda la casa y si te vuelves con nosotros sin nada de lo que te dimos, pero que tu no puedes seguir viviendo más tiempo con él.

Candela apenas levantó la mirada del plato que prácticamente seguía lleno. Fue Maruja la que se atrevió a preguntar.

– ¿Pero tiene alguna novedad?, ¿han servido de algo las denuncias?¿cuándo va a decir algo ese maldito juez?.

– Dice que no, que ya quisiera él, que ha estado removiendo Roma con Santiago, que los jueces se toman su tiempo en estos casos, que las leyes están a favor del marido,  que no sabe cuánto puede tardar, que está encima del asunto, pero que no puede hacer mucho más. Que lo siente.

– ¿Y con eso nos tenemos que conformar? – acabó espetando Maruja mientras arrojaba sobre la mesa el trozo de pan que acababa de cortar.

Paco se encogió de hombros, en un gesto en el que cargaba con toda la impotencia que había ido tragando durante los últimos meses y con la vergüenza de pensar que no era capaz de proteger a su familia como tocaba.

 – Dice que al no haber hijos de por medio, a lo mejor nos podríamos plantear presentar los papeles para pedir la nulidad del matrimonio a la iglesia, al tribunal de la Rota, pero que eso es más dinero y  que a lo mejor puede tardar más que la misma separación, porque esos tribunales todavía van más lentos. Yo le he dicho que nosotros no somos muy de Iglesia, que si eso cuenta, tampoco tenemos quien nos mire bien o a quien pedir un favor.

 – ¿Y mientras tanto qué va a pasar?.

La pregunta de Maruja quedó flotando en el aire, mientras los tres ahuyentaban la respuesta que presentían y el silencio se volvía a instalar en la casa para quedarse entre ellos hasta la hora de la cena.

Sonó el timbre y  se miraron los tres.  Fue Paco el que abrió.

– Buenas noches Paco, venimos a por Candela, el malnacido de tu yerno la ha denunciado otra vez.  Lo siento, de verdad, no me lo tengas en cuenta, solo cumplimos con nuestra obligación, yo también tengo hijas Paco y me pongo en tu situación. Ya te puedes imaginar cómo nos jode esto, pero no tenemos opción, las órdenes son las órdenes.

Paco miró a Candela dejando escapar una mirada en la que no se distinguía la pena, de la rabia ni de la vergüenza, mientras evitaba la mirada de reproche de Maruja y dejaba pasar a la casa a aquella pareja de la  Guardia Civil.

– Candela, lo siento, pero tienes que venir con nosotros, ya sabes cómo funciona esto.  No nos lo pongas más difícil, Manuel te ha denunciado otra vez  y te tenemos que llevar al cuartel hasta que él venga a recogerte – fue Manolo, el más mayor de los dos el que puso las palabras a aquel momento que no por esperado fue menos doloroso.

Paco apretó los puños, intentando retener las lágrimas mientras la madre se dejó caer en la silla tapándose los ojos para no ver marchar a su hija otra vez.

Manolo conocía a Paco de toda la vida, prácticamente desde que llegó destinado al pueblo y de eso ya hacía muchos años. Le había dado tiempo a hacer una familia. Habían coincidido en el bar, en la partida de los domingos cientos de veces. Se tenían simpatía. Los dos eran hombres tranquilos, de no meterse con nadie, de no levantar la voz, de pocas palabras, de disfrutar de un rato de juego, un cigarro, un café y una copa de Terry y hasta la semana siguiente.

Caminaron los tres sin mirarse, sin hablar, sin un roce, como queriendo huir de su propia sombra.  La calle estaba prácticamente desierta. Unos críos jugaban a pegarle balonazos a una papelera con una pelota cosida de cueros y trapos y los aciertos sonaban a cañonazos.  Al fondo, el sol se reflejaba en los cristales de las pocas ventanas del cuartel que no tenían echadas aquellas horribles persianas verdes que hacían el edificio tan fácil de identificar.  La bandera estaba lánguida como siempre en los días sin viento.

Algunas vecinas se asomaban a las ventanas, atraídas por el estruendo que armaban los chiquillos en plena hora de la siesta con clara intención de pegarles cuatro gritos para que dejaran de armar aquel escandalo. Al ver a Candela, en medio de los dos guardias, dejaron en suspenso la riña a los mocosos, como si guardaran un silencio reverencial ante aquella procesión solitaria que enfilaba la calle empedrada a modo de paso de semana santa.

Los chiquillos también pararon el juego y se quedaron mirando, en silencio,  hasta que vieron alejarse calle arriba aquel extraño cortejo.

A Ángel, aquel servicio le removía las tripas. Qué poco tenía que ver con la idea de justiciero y defensor de los débiles que de niño le había hecho soñar con vestir aquel uniforme verde.  Su padre se había encargado de que por lo menos, si iba a ser guardia civil como él, lo hiciera como quien cumple con un sueño o alcanza un destino.  No había muchas más posibilidades, así que por lo menos que lo hiciera contento. En la casa habían tres chicas para casar y lo mejor era que él saliera pronto a ganarse la vida.

Caminaba queriendo alejarse de allí, dejando volar su pensamiento al encuentro de los suyos, de sus padres, de sus hermanas. La añoranza lo tenía comido.  La añoranza o simplemente la soledad.  El uniforme marcaba tanto la distancia con la gente, que ni aun de paisano conseguía hacer amigos en los pueblos donde había estado destinado. Menos aún en aquel donde parecía que el Cuerpo, tenía fama de haber repartido hostias sin demasiados miramientos.

Lo que daría yo ahora por sentarme esta noche a cenar con los míos, por echarme unas risas con mis hermanas, y disfrutar del guiso de madre.  Y total para venir a caer en este pueblo de mala muerte, empalmar un traslado tras otro,  vivir de cuartel en cuartel más sólo que la una,  no ganar ni para pensar en echarme una novia con la que plantearme algo más que un tonteo, volver cada noche al cuartucho del cuartel a esperar otro día. Y al final, para acabar haciendo servicios como este, devolviéndole  la mujer a un hijo de la gran puta, para que le vuelva a arrimar la somanta de palos que le venga en gana.  Y con esta ya van tres.  El sargento parece que le ha cogido gusto a endilgarnos el servicio al bueno de Manolo y a mí.  A nosotros que no ponemos problemas a nada.

Lanzó una mirada a Candela, dándose cuenta de que no la conocía del pueblo,  las tres veces que la había visto, había sido en la misma situación. ¡Vaya mierda!. Intentó calcularle la edad. Con tanto trasiego todavía no había leído su ficha.

Será de la edad de mi hermana Ana. Es guapa, muy guapa, aunque las ojeras esas la hacen más mayor. Mala suerte ha tenido la pobre. Te casas y te toca una marido así y te desgracia la vida. Le desgracia la vida a toda la familia, que menuda papeleta tienen los padres. Y a ver qué van a hacer las personas, si las leyes en este país son lo que son. Tiene poca solución el asunto. Yo no sé lo que haría si me tocara a mí. A mis hermanas no me las toca nadie.  No está mal no, vaya porte tiene. Que pena de mujer.

Miró de soslayo a Manolo, caminaba como siempre, encorvado, mirando al suelo como si todo lo que pasara alrededor no fuera con él. Era bueno, bueno como el pan, demasiado bueno para ser guardia civil.

Enfrascado en una letanía de pensamientos Ángel vio aquella farola que tanto le llamaba la atención, y  se sonrió al pensar en todas las veces que había reprimido las ganas de arrearle dos buenas pedradas. De esta noche no pasaba.

La presencia del sargento en la entrada del cuartel lo sacó de sus cavilaciones. De forma casi instintiva, golpeó los tacones y levantó el brazo en posición de saludo siguiendo en el gesto a su compañero Manolo pero con unos segundos de retraso.  El sargento los relevó, evitándoles esta vez,  el papelón de tener que  hacer el trámite con la mujer.

– Candela, ya sabe usted que su marido la ha denunciado por abandono de hogar. De acuerdo con el Artículo 58 del Código Civil,  por matrimonio contraído está usted obligada a seguir en el domicilio de su cónyuge allá donde este tenga fijada su residencia. Consta en el expediente que usted ha presentado solicitud de separación ante la autoridad competente, pero mientras esta no sea efectiva, su marido tiene la potestad de reclamarla, es por ello que la tenemos que retener en el cuartel, hasta que él venga buscarla. No podemos hacer otra cosa. Créame que lo siento.

Manolo y Ángel firmes junto a la puerta, presenciaban la escena como testigos mudos, sorprendidos por la amabilidad y la calidez que mostraba el sargento, tan poco dado a simpatías y a dar explicaciones, ante aquella mujer. O la edad lo estaba ablandando, o era verdad que le dolía lo que tenían que hacer por vestir aquel uniforme. Pero todavía estaban más sorprendidos al ver la serenidad que mostraba aquella mujer que apenas había pronunciado cuatro palabras y que se acurrucaba tranquila en la silla que le habían ofrecido para la espera aunque sabía perfectamente el futuro que la esperaba.

Ya en la puerta  se dejaron caer contra la pared, como agotados por el servicio que habían terminado. Manolo le ofreció un cigarro a Ángel, como si le estuviera acercando un balón de oxígeno.

– Vaya papelones nos tocan. Y que tengamos que ser nosotros los que le pongamos la presa en bandeja al hijo de puta ese. Tiene cojones la cosa.

– No le des vueltas chaval,  las cosas son como son. No hay más – respondió Manolo mientras agitaba la cabeza de lado a lado, como si quisiera también él desprenderse de sus propios reproches.

Ángel aspiró aquel cigarro queriendo fumárselo de una sola calada, con el deseo de desaparecer a la misma velocidad que desaparecía el tabaco entre sus dedos.  A lo lejos seguía escuchando los balonazos de los críos, ahora mezclados con el rumor de la cháchara de los vecinos y la voz de Concha Piquer que cantaba  a la lima y al limón te vas a quedar soltera en una radio cercana.

La madrugada despertó con ruido de golpes, gritos y cristales rotos. Fueron los vecinos los que dieron aviso. Manolo y Ángel estaban de servicio. Ese bestia la habrá matado, decían los vecinas con sus babis estampados y cara de haber dormido poco, mientras se arremolinaban en torno a la puerta incapaces de cruzar aquel dintel por miedo o por prudencia, quién sabe.   Ángel presintió quién vivía en aquella casa, lo supo cierto y sintió un calor intenso que le subía de la nuca a las sienes, abrasándolo.

La cocina estaba revuelta y Manuel estaba en el suelo al lado de la silla volcada, cubierto de sangre, a simple vista tenía varias puñaladas por el cuerpo. Muerto. En el suelo la sangre se mezclaba con la leche de un tazón derramado. Candela lo miraba apoyada en el pila, despeinada, con el camisón desgarrado y manchado de sangre con los ojos hinchados de llanto y de golpes.  Serena.

Ángel salió de la cocina y volvió con una chaqueta que le echó a Candela sobre los hombros. No supo si por decoro o por simple pudor.

Los dos hombres se miraron, estuvieron así un minuto que a todos le pareció eterno.  Nunca habían vivido una situación igual. Hablaban entre ellos sólo con la mirada. Los dos eran de pocas palabras.

– Y que todo nos toque a nosotros – resopló agobiado Manolo rompiendo aquel silencio incómodo – habrá que dar parte al Juez.

– Si, ahora mando aviso al sargento para que lo traiga.  Pero aquí no hay mucha más tela que cortar. Está claro, que ha sido en defensa propia. La pobre mujer no ha podido hacer otra cosa. Nadie va a decir lo contrario.

Una vecina entró a la cocina, y en un abrazo se llevó a Candela. Las otras volvieron a los quehaceres.

A la semana siguiente la farola de la calle del cuartel, amaneció con los cristales hechos añicos, sin luz. Alguien le había arreado dos buenas pedradas con toda la puntería y la mala leche del mundo. Los vecinos no vieron nada.

Manolo y Paco jugaron su partida en el bar.

 


NOTA

La licencia marital,  por la que la mujer se veía sometida al marido en prácticamente todos los ámbitos de la vida no fue derogada hasta 1975.

El Código Civil, obligaba a la mujer “a seguir el domicilio de su cónyuge, allá donde éste fijase su residencia”.

Recomiendo la lectura de “Notas sobre la situación jurídica de la mujer en el franquismo” de Mª Ángeles Moraga García –Universidad de Alicante, trabajo en el que he documentado el relato.

23/03/2016

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