No se quejaba, no. Manolo no había sido una mala persona. Al contrario. Era un hombre cariñoso y correcto. Tal vez demasiado correcto. Trabajador, religioso, y soso. Muy soso.
Durante años habían intentado tener familia. Dos, tres hijos era lo que tenían en mente. Vamos, lo que era una familia normal. Durante años hicieron lo que cualquier matrimonio hace para tener familia. Pero los hijos no llegaron y los años pasaron sin más pena ni gloria. Con el tiempo la familia pasó a ser un tema más de los que pasaron al olvido.
También con el tiempo dejaron de hacer lo que cualquier matrimonio hace para tener hijos. Se acabó convirtiendo en una rutina más que añadían a las tareas semanales y que podía ser prescindible para cualquiera de los dos. Porque cuando se acabó ninguno lo reclamó ni ninguno lo echó en falta. Comprar el televisor fue el proyecto que sustituyó al de tener familia.
No pensó nunca que su marido tuviera una vida fuera. Era tan formal, tan predecible y tan ahorrador que hasta eso le tenía que parecer un esfuerzo y un sinsentido. Con un buenos días, un buenas noches, un cómo te ha ido y su plato de comida caliente a la hora prevista, tenía cumplida su dosis de anhelo.
La casa se había difuminado con los años. Los muebles, las habitaciones, la vajilla de los domingos y aquellos manteles que bordó durante toda su juventud, no eran ya más que reliquias.
Miró por última vez por aquella ventana por la que durante tantos años había estado tan pendiente de la vida de los otros. La abrió, corrió los visillos, y dejó que entrara la brisa del levante del mediodía.
20/11/2015
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