-¿Quién ha invitado a cenar a ese? – la pregunta sonó como un bombazo en la mesa. Todos identificaron rápidamente al sujeto de la tormenta que amenazaba con aguar el encuentro.
El aludido no hizo gesto alguno, más allá de emitir un sonido vago acompañado de un leve temblor. Se mantuvo en la mesa, sin intención alguna de levantarse e irse, ajeno al malestar que provocaba.
– ¡Tengamos la fiesta en paz! – fue la respuesta de la anfitriona, repitiendo una vez más lo que sonaba a una súplica.
– ¡Si se queda él, me voy yo! – tronó de nuevo quien parecía el más disgustado por aquella presencia, aunque sin duda no era el único que se sentía molesto. La comparecencia incómoda sin invitación previa se repetía con demasiada frecuencia. Esta vez no estaba dispuesto a ceder, había llegado a su límite. ¿Por qué tenía que compartir mantel con aquel extraño, que acaparaba más tiempo y atención que todos los presentes juntos? Corrió la silla e hizo ademán de levantarse ante la impasibilidad del no invitado.
Alguien cogió el teléfono de la mesa con un movimiento brusco y lo encerró dentro de un bolso. ¡Hale!, ¡tengamos la fiesta en paz!
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