Cuatro personajes: una política, una quiosquera, un exiliado y un limpiador. ¿Una historia?.
El bigotito infame que le encapotaba el labio superior, no le hacía mejor ni peor que nadie, pero voceaba su inmodestia y su indisimulado deseo de asemejarse a su actor favorito, Errol Flyn, aunque sólo fuera en la pelusa. Álvaro se movía en dos coordenadas: la vanidad y la envidia, cualidades que hasta la fecha se habían demostrado inútiles para abrirse un hueco en una sociedad que, ante sus narices, lucía todo el oropel que él ansiaba.
Arruinado y sin expectativas, la suerte le sonrió cuando consiguió localizar a su prima, doña Amparo Álvarez de Contreras, la única pariente viva de la familia que quedó en España. Voló a Madrid desde Caracas y tramitó su solicitud de asilo por causas políticas. La ayuda de su prima resultó inestimable, para algo ocupaba un alto cargo en el partido del gobierno. A ella, hacer gala de primo venezolano asilado, le suponía tener ocupada de forma permanente la habitación de invitados, hacer frente a las necesidades monetarias más inmediatas de su familiar, y la incomodidad de ignorar el tiempo debía mantener el acogimiento, para cumplir con sus obligaciones cívicas, familiares y de católica caritativa, amén de las quejas de hijos y esposo por la introducción de un completo extraño en la dinámica y la economía familiar.
– Querida prima Amparo, Diosito te bendiga, eres una santa conmigo no sé cómo podré agradecer todo lo que haces por mi ¿cómo podré pagar todo el bien que me haces?. El tono dulce y seseante empalagaba por igual a doña Amparo y a toda su familia.
Desde la delantera del quiosco, Antonia controlaba todo lo que se movía en la calle Serrano. Había conseguido posicionar su negocio como referente en la zona, no tanto por el amplio surtido de prensa, revistas, algún que otro Betseller de bolsillo, y golosinas básicas que vendía, sino porque podía aportar información detallada y contrastada tanto de vecinos, como de la variada patulea que cada día desembarcaba en aquel rincón del corazón de Madrid, unos para trabajar en tiendas y oficinas de lujo, la mayoría para hacer gala de su posición social, para ver y dejarse ver, para comprar las menos de las veces.
Más allá del tabaco de contrabando y de las cuatro chinas que solo vendía a las vecinas de confianza, Antonia prefería traficar con información, mercancía que administraba según consideraba en cada momento, tarifándola a su gusto, dosificándola según el interés y vendiéndola a la clientela que ella misma seleccionaba de entre un amplio abanico: detectives privados investigando infidelidades, vecinas maliciosas, paparazzis en busca de fotos comprometedoras, avistadores de chollos inmobiliarios, competidores desleales…
– Solo vendo información, al fin y al cabo, para eso tengo un quiosco, el formato es lo de menos, si te interesa la pagas.- Era su política comercial, y se regodeaba de ella cada vez que algún comprador se quejaba de las condiciones abusivas que imponía.
A Antonia le costó poco divisar a Álvaro, y averiguarlo todo de él: “lleva unos meses en Madrid, es primo de doña Pilar Álvarez que lo aloja, un joven y prometedor político que ha tenido que exiliarse el pobre, ¡una santa doña Pilar!”. Llevaba días mirándolo, estudiando sus formas, siguiendo sus movimientos, recabando información de vecinas y empleadas de la zona sospechando que el galán venezolano también intentaba buscarse la vida en la calle.
– Ese merengue te queda grande Antonia, no es de los tuyos. Demasiado blanco para ganarse la vida. .-Manuel tenía la habilidad de aparecer siempre en el peor momento. Lanzaba la escoba y el cubo contra la parte trasera del quiosco para avisarla de que ya estaba allí y se lanzaba a ocupar el banco que enfrentaba al puesto a la vez que desenvolvía el inmenso bocadillo que engullía todas las mañanas en aquel mismo lugar.
Tenían la misma edad cuando se conocieron, él vivía en una de aquellas grandes viviendas, hasta que se le cruzó en la cabeza la filosofía y los libros y decidió romper con la comodidad de la fortuna familiar para comprar una libertad que él traducía en vivir según vivía, con lo mínimo, sin más aspiraciones, trabajando de barrendero. Y ella colgó los libros y cambió de filosofía cuando se le cruzó un quiosco que era una ruina y unos padres incapaces de seguir adelante mermados por la edad, el frio y la derrota. Desde entonces tejían una extraña relación, que ellos llamaban amistad.
– ¿Quién te dice a ti que no puedo comprarme ese merengue?, con el dinero que he ganado vendiendo la porquería de esta calle, me sobra para comprarme media docena como ese. Quizás es un buen momento para empezar a pensar en traspasar el negocio. Manuel, supo que Antonia no bromeaba.
Doña Amparo levantó el teléfono y llamó a quien sabía que tenía el poder suficiente para darle una respuesta positiva, sin andarse con rodeos.
– Quiero que lo coloquéis en el partido. Es un florero más. No importa donde lo mandéis, si es fuera de Madrid y lejos, mucho mejor. Con que el sueldo le dé para pagar un alquiler, para comer, tomar cuatro copas y comprar algo de gomina, será suficiente. No quiero esperar más. Podéis venderlo como un gesto con el exilio venezolano. Hoy por mi, mañana por ti. Espero que me llames en esta semana.
Cuando Manuel llegó junto al quisco esa mañana, escuchó al otro lado la carcajada de Antonia, y la voz seseante y dulce de un hombre del que sólo escuchaba palabras sueltas: “hagámoslo juntos”, “vamos” “preciosa” “atrévete”. Y por primera vez en tantos años, Manuel pensó que quizás había llegado el momento de aparcar la escoba y el cubo, roto ante la posibilidad de perder a Antonia.
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