EL INQUILINO

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Las casas de los Periodistas han ido recuperando en pocos meses, algo del lustre que les robó la guerra y la salida en desbandada de muchos de sus antiguos propietarios. En todas las batallas alguien sale ganando, y en este caso las casas resultaron un botín más que apetecible para los amigos del régimen, recién dejada caer su bota en Valencia.

Pero Aurelia no las tenía todas con ella.  Puesta a compartirlo todo con la señora, en esta ocasión le resultaba difícil disfrutar de la alegría de Doña Amparo por la reciente mudanza a la renombrada “Villa Favorita”.

– Aurelia, no seas desagradecida. ¿Tú sabes cuanta gente hubiera matado para conseguir una de estas casas? Y nosotras hemos sido las agraciadas. El general, ha querido premiar la fidelidad y el valor de mi querido Evaristo, y asegurar nuestro bienestar. Que la pena es imposible de borrar, pero por lo menos que no tengamos que sufrir estrecheces.  ¿Y a ti no te gusta la casa? No lo entiendo Aurelia, no lo entiendo. ¡Que sola me dejas en esto Aurelia!¡Qué sola!.

Aurelia se movía por la casa sumida en un permanente rezongueo. Quizás todo se debía a que, en verdad, era la única perjudicada con el cambio de residencia: el polvo y la tierra del jardín se colaba por todos los huecos, obligándola a acarrear todo el día el plumero; arrastraba las carnes que le sobraban entre resuellos por los escalones que unían las diferentes plantas; y para más colmo de sus pesares, la habitación que le había tocado en suerte daba directamente al jardín, ganando en la visión de hiedras y flores y en humedad, pero perdiendo las vistas y la luz del exterior. A todo eso sumaba, la distancias que tenía que caminar para llegar al Mercado Central o a la Catedral, cruzando por el inmenso descampado que nacía en aquel margen del rio. Pero si algo le resultaba insufrible, era la extraña decisión de la señora de tomar un inquilino en la casa, según decía ella, para sacar algo de rédito a la habitación que quedaba vacía.

– Es de los nuestros Aurelia, es de los nuestros. Y nos lo pidió el general como un favor personal. ¿Cómo íbamos a negarnos?. Posiblemente solo estará con nosotras unos meses, el tiempo que precise para concluir el libro que escribe. Es un intelectual necesario para el régimen y nosotras ahí poco tenemos que decir. Necesita silencio,  tranquilidad y toda nuestra hospitalidad.

Pero a Aurelia le traía al viento que aquel hombre tan buen mozo, tan amable y tan correcto en las formas, fuera de los suyos. Lo que sabía, era que el inquilino se había quedado con la mejor habitación de la casa, la de la planta superior, la más espaciosa y ventilada, la que daba a  dos calles y disponía de las mejores vistas; y que su presencia en la casa,  le obligaba a cocinar para él y a subirle tres veces al día una bandeja con cada una de las comidas del día, porque el señor había decidido tomarlas en su habitación.

– ¿Y usted está segura Doña Amparo de que el inquilino es escritor? Preguntaba Aurelia con una insistencia que delataba la molestia que le suponía su presencia.

– Pues claro que es escritor, alma de cántaro. Si el general dice que es escritor, es escritor. No vamos a dudarlo nosotras. ¡Por Dios Aurelia, que mal te ha sentado la mudanza!.

La chacha empezó a ser la más interesada en que el inquilino concluyera su libro cuanto antes y en la medida de sus posibilidades estaba dispuesta a contribuir a ello. Le sorprendió comprobar que el oficio de escritor era muy parecido al de alcahueta, pues entrara cuando entrara a aquella habitación, el intelectual se encontraba pegado a la ventanas observando todo lo que se movía en las casas vecinas y en sus jardines, o bien en el inmenso espacio que se abría entre las casas, y el cauce del rio, paso obligado para alcanzar el centro de Valencia. Cuando la vista no le permitía ver lo que movía su curiosidad, se ayudaba de unos prismáticos.  Miraba y tomaba notas sin cesar como si no quisiera que se le olvidara ningún dato o detalle.

Cuando el hombre estaba en ese estado de excitación, Aurelia procuraba no molestar, se limitaba a observar en silencio y a dejar la bandeja sobre la mesa, apartando el montón de papeles garabateados para abrir hueco a la comida. El escritor parecía tener una especial fijación, con las visitas que se recibían en la casa de la esquina de enfrente, la más grande, a la que también se habían mudado recientemente una viuda de guerra y sus sobrinas que gozaban de la protección de un jefe militar de la capital. También doña Amparo sentía cierta curiosidad por aquellas vecinas, por la cantidad de visitas que recibían a extrañas horas y el alto nivel de vida del que hacían ostentación.

– ¿Y a usted no le parece raro lo de las vecinas de enfrente Doña Amparo?

– No seas maliciosa Aurelia ¡Son de los nuestros!

Aurelia pensaba que el inquilino, más que escritor, parecía el vigía de un barco, siempre oteando el horizonte.  Había empapelado la habitación con extraños planos y un buen número de fotografías. Para la chacha lo más curioso era, que muchas de aquellas caras les resultaban familiares, como si los conociera de encontrarlos en la calle o en sus caminatas de ida y vuelta al centro de la ciudad.

– ¿Cómo llevamos el libro? ¿Y de qué dice que trata? ¿Y para cuando piensa que lo concluirá?  Las respuestas del inquilino sólo aportaban más confusión a Aurelia y para su desespero la llevaban a pensar que el joven no tenía decidido el argumento del libro, y peor todavía, ni había iniciado la escritura.  Aquello amenazaba con hacérsele eterno.

La casa se despertó una mañana con los gritos que llegaban desde las cercanías de los jardines de Viveros. Alguien había encontrado el cadáver de un hombre con apariencia de ecce homo tendido en el barro.  En pocos minutos, la zona se llenó de curiosos y del ulular de las sirenas. Aurelia atisbó al inquilino en su ventana, divisando la escena con sus prismáticos.

También hubo gritos en la calle esa noche. Esta vez los coches de policía llegaron en silencio, cuando ya la gente dormía. Aporrearon algunas puertas, entraron a la fuerza, y sacaron de sus casas a golpes y empujones tanto a hombres como a mujeres. Quizá solo fue casualidad que detuvieran a los únicos  vecinos que no abandonaron sus casas al acabar la guerra. Pese a la oscuridad en la habitación superior, Aurelia vio al escritor atisbando en la ventana.

– No eran de los nuestros. Fue lo único que Aurelia escuchó a Doña Amparo, cuando le fue a contar lo que sucedía en la calle.

A la mañana siguiente las casas amanecieron desiertas y desvencijadas.   Parece que los han detenido a todos por subversivos, se escuchaba en los corrillos de vecinos.

Cuando Aurelia subió la bandeja del desayuno al inquilino, encontró la habitación desierta. El único rastro que quedaba del intelectual era aquella máquina de escribir del que en todo el tiempo que ocupó el cuarto no llegaron a escuchar tecleteo alguno.

– Era de los nuestros. Seguro que acabó su libro. Concluyó Doña Amparo.

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