A Micaela no es que le gustara especialmente el bingo. Los que la conocían, sabían que cuando se acodaba en la barra, no era para descansar entre cartón y cartón. Nada más lejos de su intención. Lo suyo era una cuestión de trabajo, lo que en el argot cinegético se diría otear la caza, esperando que los pájaros, las pájaras más bien, acabaran cayendo en la trampa.
La mayoría de las que jugaban allí sus cartones habían requerido más de una vez los servicios de Micaela. Es lo que tienen los días que amanecen sin suerte, que se sale de casa con el carro y la cartera y se vuelve sin compra, y con un apremio de pago de la deuda que se ha contraído con “la joya”.
– ¿Usted viene mucho por aquí? –del otro lado de la barra le llegaba la pregunta del hombre que alzaba en señal de saludo una botella de refresco de naranja a la que se disponía a dar el primer y mejor trago.
Micaela le miró desde su taburete, apenas girando el torso, mientras se recolocaba las pulseras y ganaba tiempo para escrutar a aquel sujeto al que no conocía de nada, y discernir la respuesta que le interesaba dar.
– ¿Te dedicas a eso? – insistió el hombre. Y la joya, supo perfectamente a qué dedicación se refería.
– Noooo, qué va, – ahora le miraba de frente, confrontándolo sin ningún reparo –me gusta venir de vez en cuando. Conozco a mucha gente que hay por aquí, y si puedo, me gusta echar una mano. Cada uno aporta su granito de arena al mundo como mejor puede.
– Claro, estás en plena intervención de tu ONG –el tipo apuró el refresco, mientras reía su ocurrencia.
– ¿Y tú?, no te había visto antes por aquí. –Micaela, decidió cerrar aquella entrevista de la forma más cortés. No le gustaban las preguntas, no le gustaba no saber en qué terreno se movía, no tenía la menor intención de ligar, y menos aún de hacer amigos.
– A mí simplemente me gusta ver a la gente revolcarse en su propia miseria, hasta el punto de poner todas sus esperanzas en un cartón, y endeudarse para seguir persiguiendo su suerte, y todo eso engañando al pariente o la parienta, ¿se puede ser más miserable? ¿hay algún sitio mejor para disfrutar de ese espectáculo que un bingo?.
– Todos tenemos alguna miseria ¿usted no? – Micaela se sintió incomoda con su propia respuesta, no era amiga de reconocer culpas, y con el cariz que tomaba la conversación. Se levantó del taburete a la vez que se colgaba el bolso y hacía un gesto de despedida con la cabeza al camarero.
– Si, claro que si, la mía es necesitar la miseria de los otros para vivir. Me alimento con la desgracia de los otros… un poco como usted con su ONG ¿no? –el hombre respondió en un intento de frenar a Micaela, acercándose para tenderle su mano en ademán de saludo – Lo siento, no quería molestarla, sólo pretendía entablar conversación.
-Bueno, pues hasta aquí llega la conversación. Lo siento, tengo que ir a trabajar.
El hombre se quedó mirando a Micaela salir del bingo. Escuchó su taconeo, y el tintineo de las pulseras que lucía en las dos muñecas. Si volvía a encontrarse con ella, sabía que sería capaz de engancharse a toda la oscuridad que esa mujer intentaba ahuyentar con el brillo de sus joyas.
– ¿Quién es esa mujer? – le preguntó al camarero ocioso que no había perdido detalle de la conversación que los dos solitarios habían mantenido en la barra.
– ¿No la conoce?, es la joya, una usurera mala persona. Está forrada. Cuanto más lejos la tenga usted mejor, ¡créame!.
El tipo salió del bingo sonriendo, disfrutando del drama que le contaría esa noche a su grupo de terapia: mantenía una relación imposible con una usurera sanguinaria que se había vuelto loca por él, y se negaba a dejarlo ir, le amenazaba con suicidarse si la abandonaba, llevándoselo antes a él por delante. ¡Un filón esta joyita!.
Aquella noche, Micaela dejó a Juan aparcado en sus sueños ¿Quién sería ese tipo tan raro?.
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