Ya le hubiera gustado a ella saber quién le puso el apodo de “la joya”, lo que sí sabía, es que ese nombre la acompañaría hasta la tumba. Quiso pensar, que el apelativo lo debía a su manifiesta afición a hacer ostentación del joyero que poseía. Algunos decían que en días de mucha luz, había que ponerse las gafas de sol, para que no te deslumbrara el resplandor del oro que llevaba encima.
La realidad, es que el nombre de la joya, se fue consolidando a medida que crecían los rumores sobre el negocio que se había montado Micaela a costa de los vecinos en apuros económicos. La cuestión era bien simple: prestaba dinero en condiciones que harían sentirse ridículos a los mayores usureros, y compraba y vendía todo aquello que le proporcionara pingües y rápidos beneficios. Su predilección eran los bienes inmobiliarios, y la crisis le había regalado una buena temporada de prosperidad: la gente se había ido desprendiendo a precios irrisorios de viviendas y locales, para hacer frente a la propia subsistencia.
Nadie sabe de dónde sacó Micaela el capital inicial para arrancar su negocio, aunque las malas lenguas aseguran que dejó limpios a todos los viejos que acabaron a su cargo, en su ya lejana época de asistenta. Curiosamente todos estaban solos, sin nadie que pudiera reclamar o vigilar sus cuentas.
Micaela, lejos de disimular, disfrutaba haciendo ostentación de la fortuna que iba acumulando, primero fue el deportivo descapotable, después la casa de balaustradas de mármol, y después simplemente pregonar que estaba forrada viniera a cuento o no.
Más allá del gusto por el oro y las joyas, ni su cuerpo, ni su gusto, ni sus modales eran proporcionales a sus bienes. No se le conocía que tuviera nada más que dinero.
Si algo conseguía hacerla antipática ante los vecinos que trataban de dinero con ella, era el vicio de querer hacer pasar el negocio, como un favor al que se prestaba por caridad o por buena vecindad:
– María, ya quisiera yo pagarte más por la casa, pero ya sabes cómo han bajado los precios, y cómo están las cosas. Si algo sobran son casas y pisos. Si me he ofrecido a comprártela, es porque sé que estáis pasando un mal momento en la familia. Yo apreciaba mucho a tu marido y antes a tu padre. Sé que necesitas el dinero, y me sabe mal, no ofrecerte mi ayuda.
– ¿Y por qué pienso que te estás queriendo aprovechar Micaela?
Y Micaela se hacía la ofendida, se despedía con aires de animal apaleado, y se marchaba esperando un mejor momento para vengar la ofensa y apretar todavía más las tuercas a las posibles víctimas que habían osado a decirle claramente lo que pensaban de ella.
Pero por encima del dinero habían dos cosas que Micaela deseaba con todas sus fuerzas: el respeto de sus vecinos y el amor de Juan. Las dos cuestiones devenían un imposible para ella, porque por una parte era bien consciente de que sólo sembraba odio, y por otra, porque hacía más de treinta años que Juan le dijo que antes se tiraba al rio, que se acercaba a ella.
Ella decidió en aquel momento, que esperaría, y se prometió no salir del pueblo si no era con el hombre al que deseaba. ¡Cuestión de esperar!
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