– Somos gente decente, trabajadora y de orden, no me puedo callar lo que viene pasando en las últimas semanas en la casa de enfrente, la del maestro – empezó a contar Paca animada por aquel uniformado que no dejaba de recorrerle el cuerpo con la mirada –. Hace ya varias semanas, desde que se echó al monte el maestro, ella pone una luz en la ventana de arriba con la última campanada de la noche. He visto sombras que salen del pinar y se deslizan dentro de la casa. Allí pasan la noche, aunque tengo que decir que nunca he visto salir a nadie, siempre acaba venciéndome el sueño. Digo yo que saldrán antes de que amanezca para volver a la montaña
– ¿Por qué vienes a contarlo ahora? ¿dónde está tu marido?- le preguntó malcarado el falangista, mientras se sacudía de la pechera las migas que le habían caído del trozo de pan que comía.
– No me gusta esa mujer, no es trigo limpio, sólo eso –contestó con firmeza reprimiendo la repulsión que le causaba la cercanía de aquel hombre al que confiaba su venganza -mi marido no sabe que he venido, así me gustaría que quedara. El pobre no se entera de nada que no sea trabajar y cumplir sus obligaciones, ya va bien con eso.
El día de antes Blas volvió a casa canturreando, con una sonrisa que hacía años no le dedicaba a ella. Los había visto hablar en la puerta de su casa. Desde que llegó al pueblo con el maestro, Pepa se había convertido en su peor pesadilla: amable en el trato, educada, distinguida. No era trigo limpio
Apenas unas horas tardaron los falangistas en ir a por Pepa. Los niños quedaron solos, llorando, la casa removida, la puerta abierta. La sacaron a empellones, entre risas, envueltos en oscuridad y miedo. La noche se eternizó en el calabozo: dolorida, desnuda, recogida en una esquina, ahuyentaba presagios de violencia y humillación.
Las campanas que llamaban al ángelus la acompañaron en aquel macabro paseo por las calles del pueblo: rapada, amoratada, con la ropa desgarrada, pintada de rojo, ahíta de aceite de ricino, sin control sobre sus propios intestinos, sola. Caminaba delante de las risas y las vejaciones de aquellos hombres que la maltrataban y la deseaban a partes iguales. En la calle apenas cinco o seis vecinos, recogían a los niños y bajaban la cabeza ante la humillación de una mujer que para todos representaba la belleza.
Se lo merece, todo lo que le pase se lo merece. ¿Quién es ella para venir a quitarnos los maridos haciéndose la mosquita muerta?. Se habrá creído que no la hemos calado, que porque tiene estudios y viene de la ciudad, vale más que todas nosotras juntas. Que los tiene embobados a todos, que es verla y se les cae la baba, y se ponen melindrosos para hablar con ella como si estuvieran hablando con la misma reina de todas las Rusias. Harta estoy de verla con esa ropa de capital, que ni recato tiene para vestirse. Y le da lo mismo tener el marido en casa que estar sola. No pierde de encelarlos, siempre con el pelo suelto, con ese aire de mujer moderna de revista y ese cuerpo que parece que no haya parido nunca ¿No sabe ella que con un buenos días suyo, ellos tienen bastante para calentarse?. Ella sabe lo que hace, vaya si lo sabe. Que detrás de esa educación y esa amabilidad, nos mira a todas por encima del hombro. Pero a mi no me la pega. A mí no. A esta le quito yo las ganas de salir a la calle y de darle ni siquiera los buenos días a ningún hombre del pueblo, por lo menos al mío. Al mío me lo deja quieto, ni hablar con él, ni un saludo le tiene que dar. Hasta ahí podíamos llegar, les damos la vida para que después vayan a tontear con la primera pelandusca que les baila el agua, que son todos iguales, hasta el mío, que más tonto no lo pare madre. – Paca caminó decidida, rumiando todos los agravios recogidos a base de tardes pegada a la ventana, hasta llegar a la Casa del Pueblo, tomada ahora por los de la Falange.
– ¿Estás loca? ¿Qué has hecho? ¿pero es que se te ha ido la cabeza del todo? ¿Cómo se te ha ocurrido denunciarla a los falangistas?, ¿Qué te ha hecho? ¡es una buena mujer!. ¡No se lo merece! –le gritó Blas enloquecido, dando vueltas por la habitación, golpeando muebles y puertas, con los ojos enrojecidos de ira y de pena – ¿sabes lo que le han hecho?.
– Me lo debía – contestó Paca impasible, susurrando- a mi no me la pega, quería quitarme lo mío.
En el silencio de la tarde, desde la ventana, vió a Pepa volver a su casa: rota, doblada sobre si misma, sucia, rapada.
La casa del maestro permanecía cerrada a cal y canto. Ya no hubo luz en la ventana.
3/04/2017
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