EL ERE

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No es plato de gusto para nadie,  esto es como un pueblo, todos nos conocemos, nuestros hijos van juntos al colegio, coincidimos en los bares, en las tiendas, en las calles, algunos somos amigos desde hace muchos años, salimos juntos.  No es agradable que te miren como si fueras el más cabrón de la tierra, o que dejen de dirigirte la palabra. Y lo peor no soy yo, son los hijos, la mujer, los que a veces tienen que aguantar gestos que no se merecen,  porque ellos no tienen nada que ver con lo que pasa en la empresa.

Si hubiera otra solución, la habríamos encontrado, pero no la hay. Esta crisis nos ha jodido bien a todos. Es verdad, a unos más que a otros, pero es lo que hay, no hay más. No es tan complicado de entender: la empresa no puede mantener a todos los empleados, a la larga estaría abocada al cierre, si quiere sobrevivir, tiene que eliminar la mitad de la plantilla.  Sacrificar a unos para salvar a otros, aunque acaben pagando justos por pecadores. Nadie niega que pudimos gestionar mejor, que esto se veía venir, que los perjudicados han sido los niveles más bajos, pero hacernos el harakiri no soluciona nada. Hay que mirar hacia delante y seguir. Tampoco están mal las indemnizaciones  y el periodo de desempleo que les corresponden a la mayoría, nada más que sean un poco espabilados pueden superar el bache y encontrar alternativas. Lo que pasa es que muchos son unos apalancados, que han vivido de la rutina, pensando que la empresa era para toda la vida. Es más fácil echarnos la culpa a los gestores, a los que nos quedamos, como si nos hubieran regalado algo. Esto no es fácil para nadie, el que más y el que menos tenemos nuestros problemas.

Y ahora vete y aguanta la perorata en el bar, que si no fuera por lo que es, no aparecía por allí, pero no quiero que piensen que los evito, eso acabaría definitivamente con la amistad. Últimamente la barra del bar es lo más parecido al púlpito de la iglesia, el barman delante y todos enfrente, y  entre liturgia y liturgia de café y copa, estamos siempre en riesgo de que caiga una homilía, del camarero, del cura o de cualquiera de los presentes.

Esto va a ser un desastre para el barrio. Todavía no los han echado y ya se está notando. Por mucho que les den buenas condiciones para mandarlos a la calle,  la gente tiene miedo, no gasta. ¿Cómo vas a gastar si no sabes cuánto tiempo va a durar esta situación?.  Menos en el bar, que no es de primera necesidad. Y no son sólo ellos, es que aquí todos vivimos de la empresa, unos porque trabajan dentro, y otros porque nos beneficiamos de sus beneficios.  Y encima a algunos les han vuelto los chicos a casa. Que los padres estamos siempre para ayudar.  Si la empresa quiebra nos vamos todos al garete.  Y no es sólo el negocio, que parece que la gente se haya girado como un calcetín, todo son peloteras, malos humores, enfrentamientos entre los propios amigos. Que no sabes nunca, si vienen por encontrarse y tomar el café o simplemente por discutir.

Vaya desastre, tanto tiempo envidiándolos para verlos ahora derrotados. Uno nunca sabe qué es mejor.

¿Qué como estoy? ¿Cómo voy a estar? ¡jodido!, ¡muy jodido!. Como todos. Bueno, como todos no, algunos se lo han sabido arreglar muy bien.  Toda la vida compañeros, ¡y amigos!, y ahora te pegan la puñalada trapera, sin aviso previo. Así como a uno más, como si no nos conociéramos de nada. Mucha palmadita, mucho cumplido, mucho “eres indispensable para la empresa”, pero a la hora de la verdad, me han pegado la patada en el culo, como al último de la fila. No han mirado pelo, todos al mismo saco. Igual da si te has dejado la vida por la empresa, si has currado más que nadie, o si la empresa ha funcionado todos estos años gracias a ti. Te vas a la calle, porque eres de los antiguos, de los que más cobras, de los más mayores, de los que no te callas, de los que sabes cómo funcionan las cosas, ¡para bien y para mal!. Te vas a la calle, porque ahí afuera hay miles esperando trabajar por la mitad, dispuestos a sacrificar lo que sea por un sueldo de mierda.  Te vas tú porque los cuatro trepas de siempre se han encargado de agarrarse bien al sillón aún a costa de sacrificar lo que sea y a quien sea. ¡Hijos de puta!

Y ahora vete a casa y les cuentas que te han despedido y haces como que no te duele, como que no te ofende, como que no te han roto la vida. Y te ríes un poco antes de decirles que ahora tendréis más tiempo para hacer cosas juntos.

Nunca había visto llorar a papá, quizá por eso me impresionó tanto la primera vez. Recuerdo, aunque mamá dice que entonces era muy pequeño y es imposible que me acuerde, que me senté a su lado, metí mi mano en el hueco de la suya y me puse a llorar con él. Así estuvimos mucho rato, no sé cuanto, pero sí que después fuimos al baño, nos lavamos la cara, papá me puso la chaqueta y me llevó a merendar un chocolate calentito con churros, como hacíamos los días de fiesta, aunque era miércoles, me acuerdo bien. Los días que siguieron me resultaron extraños: papá estaba en casa al despertar, me preparaba el desayuno, me llevaba al colegio y me recogía, me libré del comedor escolar, y la tata dejó de venir por las mañanas. Papá sustituyó los trajes y las corbatas de colores que tan bien le quedaban, según le decía mamá, por el chándal de los domingos.  Al principio aquello me gustó.

Pero le veía triste, quizá por eso llegué a la conclusión de que era yo el que tenia que cuidarle. Un día le pregunté: papá ¿por qué no vas al trabajo? ¿no te esperan?, y él empezó a llorar otra vez, y yo volví a sentarme a su lado.

Hoy he llorado yo, ¡estoy otra vez en la calle! pero papá ya no está para cogerme la mano.

1-11-2017

 

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