Crónica: MAÑANA DE BIBLIOTECA

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Mesas repletas de jóvenes silenciosos que escampan y ojean apuntes. Ordenadores ocupados con las pantallas repletas de colorines de juegos de azar. Todos los periódicos ocupados, salvo “la vanguardia”, que se aburre en la mesita, mientras  los lectores de prensa nos mantenemos ojo avizor en clara competencia para alcanzar algunos de los insuficientes y codiciados periódicos. Los libros resisten quietos en los estantes.

El murmullo no cesa, resistente a los siseos intermitentes que llaman al silencio. Las bolsas de papel suenan crujientes, acompañando el taconeo en el parquet. En el mostrador de atención las voces suenan nítidas, claras y ruidosas.

Dos señores mantienen en el rellano una intensa conversación que invade toda la sala, la conversación se anima por minutos. Desde adentro los miramos, nos miramos, pero ¡ni así! ellos siguen a lo suyo, sólo la intervención de la bibliotecaria aplaca la cháchara.

Unos ancianos se encuentran en medio del local y se preguntan por la salud, por la suya y por la de su familia; se despiden en voz alta, sospecho que para hacernos partícipes a todos de su alegría por el saludable encuentro. Por un momento pienso que los socios del casino ubicado en la planta baja, están tomando al asalto la biblioteca con intenciones aviesas.

Suena un teléfono: espera que estoy en la biblioteca –contesta- y el interfecto cruza el espacio hablando, como si no necesitara el terminal para que se le escuchase desde la calle.  Y así una, dos, tres veces. La bibliotecaria le llama la atención; discuten, no está de acuerdo, la acusa de hacer el mismo ruido que él, nosotras estamos trabajando –le espeta ella-, deja el teléfono.

Una bibliotecaria, para no ser menos en la algarabía, auricular en mano decide radiar en diferido el altercado, quizá para que a base de repetir, memoricemos que está prohibido hablar por teléfono en la biblioteca.  Vivimos un “dejavu”: el personal llama la atención a unos colegiales pillados en falta que hace muchos años que sobrepasaron la edad escolar y que parece no saber dónde están.

Me pregunto ¿Por qué las cafeterías están vacías de gente con ganas de hablar y la biblioteca está llena?

Ruido llama a ruido, como suciedad llama a suciedad. El ruido evapora el placer de leer en la biblioteca.

La anomia nos invade.

Versionando al evangelista: “por sus bibliotecas los conoceréis”.

24/04/2017

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