
Pedro amanece desaliñado y triste, acodado en la barra del “Kings”, tomando su carajillo mañanero mientras evoca las volutas y el olor del tabaco fumado en la calle cinco minutos antes, Como todos los días, hace tiempo hasta la hora de entrar al tajo, se entretiene escuchando las historias de todos los que entran y salen, e intercambia cuatro frases anodinas con Juan que le responde sin dejar de trastear detrás del mostrador. Ambos han perdido la cuenta de los años que llevan ahí, uno a cada lado de esa especie de frontera que separa sus territorios.
La puerta se abrió de par en par, como si la hubiera empujado un viento huracanado, consiguiendo que las miradas de todos los parroquianos se centraran en ella. La escena formaba parte del ritual cotidiano de Tonón, que acudía al bar en busca de su compañero de patrulla, y de la cafeína necesaria para afrontar un largo día de trabajo. Tonón contenenía toda la energía y la vitalidad que le faltaba a Pedro.
– Un café sólo largo, con sacarina, rapidito Juan, que vamos con prisa – casi gritó desde la puerta.
Prisa no era una palabra que entrara en el vocabulario de Tonón, quizás por eso, Pedro nada más ver la cara de su compañero, intuyó que algo estaba pasando.
– No te lo vas a creer, acaban de llamar de Comandancia. Tenemos que ir al Pantano – Le dijo, sin un mal preámbulo ni un buenos días, mientras le arreaba una palmada en la espalda, de esas que tanto le sacaban de quicio.
– ¿Qué pintamos nosotros en el pantano? –preguntó Pedro con su habitual desgana, mientras dejaba sobre la barra el importe exacto de su consumición.
– Han bajado las aguas y el pantano ha dejado al descubierto todo lo que anegaba. Unos excursionistas de esos que salen los domingos al monte, vieron unas bolsas de plástico atadas y no tuvieron más idea que abrirlas. ¡Menudo susto se debieron de llevar los pobres!. ¡La gente es atrevida y curiosa!. Pero bueno, ¡si no fuera por eso…! – Tonón se quedó colgado en sus propios pensamientos, acabando la frase para sus adentros.
A Pedro le molestaban cada día más los circunloquios de su compañero. Le tenía aprecio, lo consideraba un buen hombre pero le cargaba escucharle. O quizás simplemente no soportarse ver en aquel chaval, veinte años más joven que él, la ilusión, la fuerza y el ansia por comerse el mundo, que también él tuvo en otro tiempo cuyo recuerdo ahora sólo le sabía a pérdida.
– ¿Y qué?,
– Pues que eran los huesos de dos personas.
– Vale. Pero para eso están allí los de la zona. Les toca a ellos. No es ni la primera ni la última vez que se encuentran huesos… Los pantanos son un buen sitio para deshacerse de todo lo que sobra.
– ¿No lo ves Pedro? ¿no lo ves? – le cortó Tonón levantándole la voz por primera vez, aporreado por la indolencia de su compañero, harto de su desgana, mirándole con la sensación de que tenía que hacer algo por él.
Pedro le miró sorprendido, desconcertado, molesto por la sacudida que le acababa de dar Tonón. Levantó los hombros a modo de pregunta.
– ¿No lo ves? ¡Podrían ser las chicas!.
A su espalda, la televisión le devolvió sus nombres: Marisa y Adela.
Sonaron como un bombazo en la cabeza de Pedro. Después de veinticinco años, regresaban aquellos rostros, aquella pesadilla, las promesas que no pudo cumplir.
– Vamos –Le empujó Tonón intentando descifrar la expresión de su compañero.
Nunca cuarenta kilómetros se le hicieron tan largos. El silencio en el coche apenas ocultaba el inmenso terremoto que rugía en el interior de Pedro. Al llegar, le dolían las manos de tanto apretar los puños. Bajó, se apoyó en un árbol y dejó salir todo lo que se revolvía en su estómago.
Y temió que fueran ellas, temió enfrentar la mirada que llevaba esquivando veinticinco años, la de aquellos padres a los que prometió encontrar a sus hijas con vida, y no lo hizo, él que siempre cumplía sus promesas.
Fotografía: Mi Valle. Lores Espinosa y Mario Santos. MUSAC
19/04/2018
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